Falsos amigos y verdaderos enemigos

Falsos amigos y verdaderos enemigos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
¿Quién es esa mujer?   Con toda seguridad, no es de Bayamo. Aquí nunca he visto unas ancas así. ¡Diablos, tiene nalgas brincoleras! Los dos tipos hablaban delante del autobús; vieron subir a Lidia, después a Ladislao; finalmente, a Dihigo y a Valdivieso. Lidia corrió hacia un asiento del centro del vehículo para ocupar el lado de la ventana; Ladislao se sentó junto a ella.   Ustedes han sido dichosos; ya tienen buenos puestos.  

Es que hemos llegado temprano: nadie nos disputa el sitio. Los bayameses se instalaron rápidamente en el asiento paralelo al de Ladislao. ¡Qué suerte, viajaremos juntos hasta Santiago! Iremos separados sólo por el pasillo, observó Valdivieso. Tan pronto el autobús salió de la estación, antes de haber tomado la carretera, Valdivieso inclinó el cuello y volteó un poco la cara:   Perdone mi curiosidad, doctor, ¿cómo supo usted, en Europa, de la existencia de la señora francesa de Santiago? ¿Con qué propósitos lleva a cabo una investigación tan laboriosa?

  Verá usted; en muchas ocasiones escuché a mi madre hablar de las injusticias políticas que sufrían los húngaros. Se quejaba amargamente de los consejeros políticos de los Habsburgo, de los abusos de los empresarios austriacos. Creo que ella oía parecidas quejas de la boca de su madre. También mi padre me contaba historias acerca de los atropellos que cometieron en España los fascistas y los comunistas. Todo concluía en los odios y crímenes que engendra la política. Al crecer y asistir a la universidad conocí por mi propia cuenta la política atroz de los rusos, de los alemanes; la Segunda Guerra Mundial produjo en mi país miserias y muertes y sufrimientos a montones. Después de 1945, terminada la guerra, comenzaron en Europa los problemas de la ocupación militar por tropas de cuatro países; y las pugnas entre los norteamericanos y los soviéticos. En esa época «agentes de la seguridad del Estado» reprimían a los estudiantes en casi todos los países de Europa oriental. Salí de mi país con la idea de escribir un Memorial del siglo XX: narración, reflexión y descripción de los horrores de dos guerras mundiales y cuatro revoluciones. En todas partes los hombres se matan defendiendo intereses contrapuestos; nosotros, además, nos matábamos por sostener visiones divergentes de la historia humana. A veces las luchas ideológicas pueden ser peores que los enfrentamientos religiosos o económicos.

  Al llegar a los Estados Unidos empecé a conocer otro mundo. Una sociedad no totalitaria, con libertades públicas, prácticas democráticas, notables facilidades económicas para académicos docentes e investigadores en ciencias aplicadas. Trabé relaciones con algunos escritores recalcitrantes que me hicieron ver la dureza del mercado, la impiedad del capitalismo. Uno de esos escritores marginales me mostró parte de su obra, la cual redactaba en un rollo de papel que colgaba de la pared del cuartucho donde vivía. En esa habitación tenía la cama y el refrigerador, el televisor y la estufa; y cientos de botellas de cerveza vacías. No me sentí bien en medio de un gran mall lleno de mercancías, sin dinero en mi bolsillo. Entonces decidí viajar otra vez a mi país. Las autoridades húngaras, en ese momento, eran hostiles con los profesores que mostraban alguna independencia intelectual.

  Embarqué de nuevo, temeroso de ser detenido. En el aeropuerto hablé largamente con un desconocido pasajero en tránsito, interesado en conocer la ciudad de Praga, sus tradiciones y espectáculos. Había que permanecer allí por más de dos horas. Era un periodista de la República Dominicana. Me dijo que tenía la copia del pasaporte de una señora de nacionalidad francesa, hija de un barcelonés y de una rusa, quien fue testigo de la revolución bolchevique en 1917. Ella regresó a Francia después del armisticio de Versalles, que cerró la Primera Guerra Mundial. Un cubano, diplomático radicado en París, se enamoró de ella. La trajo a Cuba, a Santiago de Cuba. Procrearon tres hijos. Tras la caída de Machado marcharon a Santo Domingo. En ese país gobernaba un dictador feroz. Esta mujer francesa, me dijo el periodista, parecía estar destinada a ver convulsiones sociales: en Rusia, en Francia, en Cuba. Pasó muchos años en la isla de Santo Domingo, donde nació su último hijo. En 1961 el dictador Trujillo murió abaleado; en 1965 se desató en la República Dominicana una guerra civil. Los norteamericanos desembarcaron cuarenta mil marines para sofocar la insurrección. El hijo mayor de la francesa fue uno de los combatientes desaparecidos, misteriosamente, durante esa refriega política y militar.

  ¿Qué pasa? ¿Por qué aminora la marcha el autobús?   Es que estamos llegando a Palma Soriano. ¿No van a bajar?   No lo creo, Lidia no lo hará de ninguna manera; yo prefiero acompañarla. Lidia apretaba en su mano derecha un rosario hecho de bolitas de madera; tenía los ojos cerrados y una estola echada sobre el pecho.   Quiero bajar a beber un café; pero dígame algo más del periodista dominicano y de la francesa.   Bueno, el periodista opinaba, con buenas razones, que esta mujer podría servir como hilo conductor de todas esas tragedias colectivas. Claro está, desde el punto de vista humano. Ella comunicaba: con Rusia, por su madre ucraniana; con Europa, por su padre, francés, oriundo de Barcelona, que evadió el servicio militar; con Cuba, por su esposo; con Santo Domingo, a causa de sus hijos. Al tomar el avión el periodista agradeció mis informaciones sobre los hoteles de Budapest. Antes de despedirse explicó: en mi país dicen: «la política es una actividad perniciosa que produce falsos amigos y verdaderos enemigos». Cuando salga de Cuba espero poder visitar esa otra isla. Estación de Palma Soriano, Cuba, 1993.

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