Mi padre repetía con frecuencia a sus hijos que no se habituaran a pedir favores, especialmente sumas de dinero.
Señalaba que a los picoteadores, pedigüeños, peleros, vividores y lambetragos, la gente les salía huyendo, lo que equivalía a decir que “les cogía miedo en vida”.
Avalando la sentencia de mi progenitor, recuerdo que una mañana, caminando por la calle El Conde, vi que venía en dirección opuesta un conocido picoteador.
Tratando de evadirlo, crucé hacia la acera opuesta con velocidad de corredor de campo y pista.
Una vez allí, caminé detrás de una mujer de ultra voluminosa anatomía, buscando escapar de la mirada del “pidilón”.
Tanto me pegué de la espalda de la corpulenta dama, que ésta parece que me atribuyó la condición de pervertido quemador de cuerpos femeninos.
Lo digo, porque después de aplicarme una cortada de ojos, le imprimió mayor rapidez a la abundancia de carnes de sus extremidades inferiores, alejándose de mí.
Quedé entonces a merced de los ojos expertos en divisar potenciales víctimas del veterano pedigüeño, quien levantando los brazos, gritó:
-Mario Emilio, hace más de un mes que no me das nada, como si creyeras que yo no como, y que me mantengo del aire; eso es lo que se puede considerar como un verdadero abuso de tu parte.
-¿Y tengo yo acaso la obligación de darle parte del dinero que gano trabajando, a un jodío vago como tú?- repliqué, en los inicios de un acceso de ira.
-No me ofendas, porque no se me puede calificar de vago; lo que soy en realidad es uno más de los millones de desempleados de este país -dijo, hablándome desde cerca después de cruzar la calle.
-Desempleados son aquellos que alguna vez trabajaron, y al quedar cesanteados, salen a buscar empleo y no lo consiguen, que no es tu caso, porque nunca has producido un peso bajando el lomo.
Conocedor de que no podía enajenarse un proveedor ocasional, el hombre acogió mi discurso denotativo con una amplia sonrisa, precursora de su hábil respuesta.
– Un periodista honesto, escritor con más de veinte libros publicados, no siempre anda con dinero; por eso te perdonaré cualquier insulto, porque eres una gloria de este país.
Al despedirnos, él tenía en sus bolsillos cincuenta pesos, de los cuales despojé a mi cartera.