Fe y alegría

Fe y alegría

PEDRO GIL ITURBIDES
Me sorprendí la tarde en que el padre Antonio Lluberes, s.J., me dijo que yo era fundador de Fe y Alegría. La sorpresa me obligó a emitir una interrogante con sólo el pronombre de la primera persona del singular, al que añadí varias veces la única vocal que posee este monosílabo. Tony o Tom, pues lo llaman con ambos sobrenombres, me explicó las circunstancias. Mientras trabajábamos en la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos, firmamos el contrato que autorizaba la operación del movimiento.

-¡Ah bueno, pero eso es distinto!, argüí.

En ese momento Fe y Alegría se volvió una esperanza. El padre Ignacio (Chuco) Villar, s.J., nos visitó para hablar del movimiento, mientras una huelga paralizaba el servicio escolar público. El titular de la cartera era ni más ni menos que jamón y queso de un emparedado. A un lado la autoridad superior de la administración cerrada a los recuerdos de días en que él mismo remuneraba con largueza al docente. Al otro, los huelguistas, interesados en escucharse a sí mismos.

Fue el instante en que hizo su entrada el padre Chuco, quien logró que se soñase con escuelas de servicios permanentes y de calidad. ¿Cómo negarse a suscribir aquella propuesta? Y las firmas se estamparon sobre papeles que asegurasen la entrada del movimiento en escuelas sacudidas por el frenesí de la incomprensión.

El trabajo comenzó con una escuela en Sabana Perdida. Con el paso de los años no fue preciso que los directivos de Fe y Alegría dijesen una palabra en favor de su obra. La experiencia era más que suficiente, y al arribar a los tres lustros de trabajo, son los resultados los que avalan las promesas del principio. Hoy, Fe y Alegría tiene a su cargo doce escuelas entre el Distrito Nacional y la Provincia Santo Domingo. Pero tiene encargos por un número de planteles que sobrepasa la media docena.

En realidad este grupo es importado. Se fundó en los antiguos estados unidos de Venezuela, por iniciativa de otro sacerdote jesuita, el padre Javier Vélaz. Buscaba quehacer para ardorosos jóvenes universitarios, interesados en cambiar el país de sus días. Medio siglo atrás tomaron caminos de los cerros de Catia la Mar, y pararon en casa de Abraham y María Patricia de Reyes. Pobrecitos como eran, ofertaban su casa para albergar una escuela que en principio se pensó sería centro catequético.

La vivienda fue erigida por el propio Abraham, con bloques de arcilla hechos por él, con la ayuda de su mujer. Levantaban aquellas paredes para sustituir unas de materiales menos resistentes, que se habían consumido en un fuego. Mientras elaboraban y pegaban los bloques, Abraham le decía a su mujer que ponía aquella vivienda en manos de la Virgen. Fue entonces que llegó el padre Vélaz con su carga humana, y los esposos cerraron los ojos para ofrendar la vivienda a esta obra religiosa.

Pero las mismas necesidades del sector determinaron reenfocar los trabajos hacia la educación formal. Medio siglo después, el movimiento echa raíces en 17 países, incluso España, sirve a cerca de un millón de estudiantes, y enrola 35 mil docentes.

La obra levantada sobre las cabezas, los trastos y los hijos de Abraham y María Patricia, muestra una fortaleza extraordinaria. Todavía les queda mucho camino por andar en nuestro país. Es indudable, sin embargo, que el trecho por el que han andado tiene marcadas huellas profundas, casi imperecederas.

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