Fe y patrimonio

Fe y patrimonio

En su época el Señor Jesucristo entró al templo y tiró al suelo las mesas de los cambiadores de dinero, de los vendedores de animales y repartió latigazos entre los presentes.

Habían convertido la casa de Dios en “cueva de ladrones”.

La religión judía se había reducido a un vulgar negocio.

El apóstol Pablo en I Timoteo dice que por la codicia, algunos se extraviaron de la fe y fueron atormentados con muchos dolores. Como ejemplo contrario, Pablo se ganaba la vida fabricando tiendas mientras predicaba el evangelio (Hechos 18:1-3).

La Biblia establece que el ministro de culto debe vivir del altar. Jesús dijo que “el obrero es digno de su salario” (Lucas 10:7). Y Pablo lo cita diciendo que “así ordenó el Señor que los que anuncian el evangelio vivan del evangelio” (I Corintios 9:14).

Sin embargo, Pedro en su primera carta aclara que el ministerio no debe ejercerse por ganancias deshonestas (5:2).

Siempre han existido quienes tratan de usar la devoción como medio de conseguir cosas. Recordemos que uno de los doce discípulos, Judas Iscariote, no sólo le robaba a Cristo sino que, incluso, lo vendió por treinta míseras monedas de plata. Es evidente hoy la cantidad de predicadores afanosos por levantar grandes ofrendas en sus ministerios y proyectos.

La mejor forma de conocer la sanidad de sus intenciones es determinar a nombre de quién está el patrimonio. El patrimonio de la iglesia debe ser siempre del pueblo. Nunca de alguien en particular. Sólo esto asegura que nadie, luego, salga huyendo con el santo y la limosna. Los fieles deben siempre exigir niveles claros de transparencia en el manejo de los bienes donde ellos con amor, devoción y sacrificio aportan.

Esto evitará, luego, frustraciones y escándalos indeseables.

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