La lucha del ser nacional empezó temprano. Hubo desde el principio colonizadores que se parcializaron con el “derecho a ser” de los aborígenes y de los africanos esclavizados.
Mas, luego del saqueo y la extinción de la raza nativa, hubo el abandono de nuestras tierras y de aquellos que a causa de la lejanía con el viejo continente empezaron a saber que éramos otra cosa: unos criollos, mestizos, negros, mulatos, todos mezclados, libertos, esclavos y patronos.
Cuando supieron que el oro grande estaba en México y Perú, dejaron de enviarnos el situado, las remesas…y hasta los saludos desde la vieja metrópoli.
Piratas y aventureros reclamaron porciones de nuestro suelo, y al oeste los franceses instalaron sus ingenios de esclavos. Luego, en Aranjuez, se establecieron límites: lo mulato-criollo, de este lado; lo franco-africano, del otro.
El distanciamiento de España nos obligó a reconocer nuestra soledad y unicidad, a ver que en verdad éramos distintos y, desde luego, olvidados y menospreciados.
No tardaron los franceses de apoderarse de nuestro territorio. Con Núñez de Cáceres los echamos fuera; pero los españoles volvieron a darnos la espalda, siendo el período llamado “España Boba”, el sumun del abandono y desinterés, lo que pareció sobreentendido regalo territorial a los independentistas haitianos, quienes entendieron que el Este éramos un peligro para la seguridad de su proyecto etno-nacionalista.
Febrero, con nuestros inspirados fundadores, inspirados en ideales superiores, desde todos los planos, confirmó que el embrión identitario hacía impostergable el proyecto nacional. Lo que, dicho sin ambages, pareció a otros, y aún les parece, un atrevimiento de un “paisito de agentados”.
Ese nuestro proyecto nunca fue, ni ha sido tomado en serio por intereses foráneos. Y solo los momentáneos equilibrios de las fuerzas imperiales han permitido el milagro de nuestra independencia.
En febrero de 1844, guiados por los ideales trinitarios de Dios, Patria y Libertad, sumun de la aspiración de los pueblos del mundo, declaramos nuestra independencia. Pero entonces, como ahora, no faltan desentendidos, pesimistas, cobardes y traidores.
La batalla de Capotillo fue el rugido feroz y definitivo de nuestra virilidad identitaria frente a Haití y frente al mundo. Porque así ha sido acogido y sentido por este pueblo, por los que entendemos de qué se trata de nuestra más auténtica oportunidad de elegir entre ser o no ser.
La Patria y la libertad son una oportunidad de ser.
No una herencia ni un simple regalo. La Patria, como Dios, nos ha legado una oportunidad, un llamado que nos convoca y desafía, día a día, a ser.
A pesar de, y en contra, inclusive, de nuestras propias comodidades, debilidades y temores.
Los ideales febreristas a menudo parecen quedarnos grandes. Y hasta el nombre: “dominicanos” (guardianes de Dios), pareciera tan solo una “marca país”, a ser presentada al mercado turístico.
Pero el grito de Capotillo y aquel trabucazo de febrero, están ahí, en la historia y en la conciencia de los que sabemos que el enemigo no está necesariamente afuera. Ni siquiera afuera de nosotros mismos.