Felicidad

Felicidad

La felicidad es un estado emotivo etéreo. Podríamos utilizar sinónimos de la palabra etérea para describirla: sutil, impalpable, fluida, tenue. Pero la felicidad se siente también en exabrupto, algarabía, intensidad, escándalo, y en sentido más coloquial, chercha o bochinche.

La Navidad y el fin de año, que histórica y simbólicamente coinciden en la tradición cristiana, despiertan la multiplicidad de emociones que produce la felicidad.

La casi obligatoria alegría produce euforia en unos y tristeza en otros. Risas y llantos circundan las cofradías y visitas, los regalos deseados y rechazados, el exceso de comida o la frugalidad impuesta por las estrecheces económicas.

Todo se condensa en la posibilidad de lograr compenetración humana.

Estamos compelidos a definir este tiempo de alguna manera; no hacerlo crea un profundo sentido de soledad, de desajuste social, de extrañeza y hasta desquiciamiento.

No es tiempo a pasar por alto aunque se intente. La música, los olores, el trajín de la gente, las felicitaciones, las celebraciones se imponen y no pueden ser ignoradas fácilmente.

Cuando en el estado anímico hay sintonía con esta algarabía, la Navidad y el fin de año son exuberantes; abundan los momentos para expresar el deseo de conexión humana y la satisfacción que produce la intimidad o el intento de vivirla.

Pero cuando el estado anímico es antagónico a la algarabía, éste se convierte en un tiempo penoso; el refugio puede ser cualquier cascarón disponible.

Recuerdo una vez que invitamos un amigo a una fiesta navideña; ofreció como excusa que decoraría su casa con ornamentos navideños precisamente ese día.

La excusa era una contradicción. ¿Para qué decorar si no se desea compartir? A principios no entendí, y luego concluí que la obligatoriedad de la época imponía una excusa ilógica.

En este tiempo nos hacemos más conscientes de nuestros propios dilemas en la conexión con los demás. La angustia se reduce al simple enunciado de  “me gusta” o “no me gusta” la Navidad. ¿Y qué puede gustar o no gustar?

El ambiente festivo es razón para agradar. El motivo de la celebración debería ser razón suficiente de regocijo para los cristianos. Incluso toda la parafernalia comercial de la época tiene su encanto visual.

Pero la disonancia humana ante el deber de ser feliz abruma, ya se exprese en un rechazo a la agitación de la época, en la tristeza que evoca este tiempo, en el gasto excesivo que desajusta el presupuesto, o en el exceso de comidas que obliga a las dietas amargas de enero.

Estoy entre las personas que enuncia encanto con la Navidad.

Me ilusionan los recuerdos de villancicos de adolescencia; el frío severo o ligero; la variedad de ritmos que resuenan, desde el Aleluya hasta el cadencioso “Volvió Juanita”; y me marca de manera visceral el rocío en las madrugadas de diciembre y enero.

En el esplendor navideño, trato de disfrutar antes del 24 para prolongar los encantos de la época. La anticipación es la manera de extender el estado anímico que me provoca este tiempo.

No es la euforia, ni siquiera el sentido de fiesta. Sino la sensación de contemplar el tiempo con un ritmo diferente.

Y es que disfrutar mientras contemplo se ha convertido en mi acervo de felicidad. Por eso se ha hecho intangible para mí. Nunca la he podido manufacturar.

Por efímera, la prolongo en la tranquilidad, bien resguardada, sin hacer mayor esfuerzo. Cualquier alboroto puede evaporarla.

Quizás por eso en distintas tradiciones religiosas hay una larga historia de contemplación. Ha sido una forma de acercarse a un ser superior que potencialice la tenue ilusión humana y la felicidad.

Publicaciones Relacionadas