Fernández Caminero

Fernández Caminero

Algunos se despidieron antes sin necesidad de marcharse. Tuvieron que callarse, no querían escucharlos. Molestaban. Se fueron con el silencio en los bolsillos y los fantasmas guardados en un oscuro rincón, sin llave ni cerradura. Dicen adiós tan solos, tan menospreciados. Demasiado poder los circunda, se le teme a esa especie de dignidad sin mausoleo ni prebenda, esa dignidad muda que incomoda.

Los olvidaron sin olvidarlos, por miedo. Miedo al testimonio directo. Ellos no lo intuyeron nunca, fue pesado el lastre de la ausencia, la incomprensión y la injuria. Nadie soportaba su dolor, ni podía compartirlo. Sus anécdotas fastidiaban cuando se intuían confesiones. Vivieron acechados por las sombras de aquellos días, acompañados por los nombres sin cuerpos, por el rostro desfigurado de los torturados.

Quedan pocos y se despiden. Cuatro décadas pasaron. José Fernández Caminero es uno de esos, el eminente cardiólogo comprendió temprano que en el país es más fácil recordar errores que aciertos y sacrificios.

Hasta el final de sus días lo persiguió la misma actitud ingenua asumida cuando el sonido del Volkswagen anunciaba la presencia, en su casa, de los esbirros del Servicio de Inteligencia Militar. Regresaba con su esposa del cine. Decidió ver «De Aquí a la Eternidad», aunque sabía que Pipe Faxas estaba preso y Tejada Florentino también. Se vistió con su mejor traje y con sus zapatos de piel de cocodrilo. Ignoraba adónde iba. Llegó a la 40 y cada una de las piezas de su etiqueta desapareció. Desnudo fue interrogado, desnudo vio el sufrimiento aejno, desnudo gritó y se asombró del coraje de tantos. Era el 7 de enero de 1960. La tiranía había descubierto la identidad de una conspiración contra el tirano, Fernández Caminero estaba involucrado.

Nació en San Francisco de Macorís 1924 conoció la democracia cuando residió en México, gracias a una beca que le otorgara el Instituto Mexicano de Cardiología, en 1949. Allí logró sellar una amistad imperecedera con Manuel Tejada Florentino que se fortaleció a través del tiempo. «Manuel era un monstruo de civismo, de cultura. Si en lugar de matarlo me matan a mí este país hubiera sido diferente», solía decir.

Cuando regresaron trabajaron en el hospital Salvador Gautier y comenzó la lucha, «la conspiración de los cardiólogos» como la bautizó Abbes García.

Del centro de torturas fue trasladado a la cárcel pública de La Victoria, salió el 16 de junio de 1961. De inmediato se integró a sus labores médicas y a las políticas también. Pero ya era un hombre diferente. Había conocido el horror, el martirio. El exceso sin esperanza.

Vicepresidente de la Agrupación Política 14 de Junio, fundador de la Unión Cívica Nacional, miembro del Consejo de Estado, embajador del Triunvirato en México, compañero de Augusto Lora, inspector de presas, durante el gobierno de Salvador Jorge Blanco. Creyó en la propuesta del Partido de la Liberación Dominicana pero los jóvenes del «nuevo camino» lo decepcionaron. Estaba convencido que los cambios se lograban desde el poder. Si de algo se arrepintió siempre fue de representar al gobierno de facto en la nación azteca que tanto quiso.

La tiranía trastocó el concepto de familia. En algunos casos fortaleció vínculos pero en otros el compromiso de la consaguinidad desaparecía por cobardía o conveniencia. Personas como él sustituyeron la solidaridad negada, suscribió un pacto irrenunciable cuando compartía la miseria de la celda, las vejaciones, la angustia, la desnudez, con muchos. Lo reivindicó siempre. Creyó en aquella amistad gestada en el desamparo, fortalecida por las lágrimas y la ilusión compartidas. No desperdició oportunidad para defender compañeros de prisión difamados después de muertos.

Ha dicho adiós un hombre decente, soñador e incorruptible. Es parte del éxodo del grupo de elegidos. Se van con una estela de afectos que no caben en el cortejo mortuorio, permanece en la memoria de huérfanos y viudas de la barbarie. Se marchan con su pesar, sin banderas ni fanfarrias. Con la tristeza de la integridad.

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