Feudalismo

Feudalismo

COSETTE ALVAREZ
Embelesada, escuchaba a un amigo que reside hace años en los Estados Unidos, contándome de todos los beneficios que le correspondían al final de una vida de trabajo y los planes que tiene para su tan anhelado como merecido retiro.

Sin embargo, lo que en realidad me ocupaba la atención era la naturalidad con la que este dominicano, al igual que casi todos los demás emigrantes de nuestro país, muestran conocimiento al dedillo y estricto apego a las leyes del país que los acoge en su calidad de exiliados económicos.

¿Cómo es que vivimos aquí y, conociendo o no conociendo las leyes, sentimos tanto orgullo de no cumplirlas, de burlarlas, de infringirlas, y desde que salimos nos esforzamos por portarnos tan bien? La explicación podría estar en el hecho de que en nuestro país los ciudadanos no somos respetados, ni tomados en cuenta, mucho menos gratificados por ningún esfuerzo que no sea el de tener contentos – incluyendo sobrealimentación del ego – a quienes andan de turno por el poder.

Lo otro es la ignorancia rampante de los llamados a velar por el cumplimiento de las leyes. Por ejemplo, hace unos días, una agente de AMET detuvo al conductor de un carro de lujo en un semáforo de barrio de lujo por una infracción que casi cuesta la vida a un peatón. Visto por estos ojos, el conductor, sin siquiera averiguar si había matado o lesionado a un ciudadano que debería tener los mismos derechos y deberes que él, llamó a alguien por su celular, le pasó el celular a la agente, quien produjo la sonrisa más patética que recuerdo haber presenciado, se disculpó con el infractor y lo despachó, recomendando a la quasi víctima, en voz muerta de miedo, que dejara eso así, que él no sabía con quién se estaba metiendo (y yo creo que ella tampoco).

Por razones “sociales”, económicas más bien, la agente no ha sido instruida en el sentido de que ella es la autoridad, aunque el conductor, el propietario del vehículo, el vehículo mismo y el barrio en que se encuentren sean ricos. Ella sí sabe que si se presenta a una fiscalía o donde sea con un detenido rico y/o “pegado” en ciertas “alturas”, es ella la que queda presa, no así cuando se trata de los nunca bien ponderados padres de familia que se la buscan en destartaladas voladoras, temerarios taxis y peligrosos carros públicos y motores, a quienes se puede insultar, agredir, abusar, aunque no macutear según declaró no hace mucho el propio jefe de la institución.

Es que, si el pasajero se conoce por la maleta, entonces el hábito sí hace al monje. La importancia de tener un vehículo en buen estado y con un nivel de apariencia no sirve para sacar la revista, sino para que los agentes de tránsito determinen su comportamiento, su actitud hacia los conductores cuando cometemos infracciones. Otro ejemplo es que los agentes de la llamada ruta presidencial no se meten con los choferes por infracciones propiamente dichas, sino por las obstrucciones producidas en esas vías.

A mí misma se me apagó el carro en la puerta de la Nunciatura y, por más que les dije que tengo un seguro con atención vial, que ya había llamado y vendrían a rescatarme, nunca antes recibí tanta atención policial: empujada, no sé cuántos agentes me llevaron a lo largo de toda esa cuadra, hasta que me sacaron de la César Nicolás Penson y resolvieron su problema, complicando el mío. Tanta amabilidad no me confundió, sino que me dejó bien claro, una vez más, que no valemos nada. Eso que pagamos como derecho a circular, la placa, queda sujeto a que nuestros gobernantes, franqueadores y escoltas incluidos, vayan a pasar o no por nuestras calles.

Tan así es, que mientras la ruta presidencial es limpiada diariamente por operarios del Ayuntamiento, el resto de los capitaleños estamos arropados de basura y pidiendo permiso a los ratones para caminar por calles y aceras, no hablemos de la violencia que esto genera. La otra noche, llegando a mi casa, encontré a un hombre llenando la acera de mi vecina de fundas y más fundas de basura.

La señora, algo mayor, le pidió que no dejara toda esa basura en su frente, por el olor y las ratas. Pues no quieran saber los insultos y amenazas que ese hombre profirió a la doña, al extremo de asegurarle que si volvía a abrir la boca, le quemaría la casa con ella dentro. No estoy hablando de un barrio marginado, donde esas cosas tampoco deberían ocurrir aunque las veamos con naturalidad. Para nada.

Me refiero a la Urbanización Fernández, donde también viven funcionarios actuales y pasados, que no han tenido tiempo ni espacio para impedir que sus inversiones se rodeen cada vez más de talleres de mecánica, desabolladura y pintura y demás negocios contaminantes, no hablemos de los colmadones ni del deplorable estado de las calles, que fueron salpicadas de una salivita durante la campaña, por supuesto, bien rodeada de letreros de un morado candidato a diputado respaldado por Obras Públicas. Una lloviznita bastó para que la calle recuperara su estado intransitable.

Semanas y semanas sin recoger la basura. Cuando vienen, piden dinero y a quienes no les damos nada, no nos la recogen, aunque pagamos nuestras facturas religiosamente.

Luego, aparece un ciudadano residente en el barrio colindante, Los Praditos, a quemarla en la misma esquina de mi casa, por más que le digo que eso está prohibido y que mi mamá es asmática. Ni les cuento de la inutilidad de llamar al destacamento móvil de Los Prados. Pero, la ruta presidencial se mantiene como un papel de música, nítida, y parece que eso es lo único que cuenta.

Del suministro de agua y la energía eléctrica, no vamos a hablar. ¿Para qué? Está claro que en esta ciudad no queda un solo lugar donde vivir más o menos en paz, que la vida es desagradable y por eso la gente se va o se quiere ir, y que desconocer la ley y las normas de convivencia es una tradición arraigada, con ejemplos vivos y constantes desde las más altas esferas del poder. Se habla de modernidad cuando nos encontramos en pleno feudalismo que ensancha sin piedad la grieta entre las clases. 

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