Figuraciones acerca de la frugalidad de los dominicanos

Figuraciones acerca de la frugalidad de los dominicanos

Entre las imágenes que crea Pedro Mir en el poema “Hay un país en el mundo” (1949), texto fundacional de la dominicanidad, se encuentra aquella de que somos un país frugal, además de tórrido y despoblado. Estas representaciones entroncan con las distintas figuraciones de lo dominicano que parecen ser una tarea de los intelectuales que comenzaron a publicar en la década de 1930.

Sin embargo, las primeras figuraciones de nuestra frugalidad las podemos encontrar en la obra del criollo Antonio Sánchez Valverde, “Idea del valor de la isla La Española”, publicada en Madrid en 1785. Dice el autor, al referirse a los estancieros y a las modestísimas comodidades que tenían cuando visitan sus haciendas que “dejasayúnase el más acomodado con una xícara de chocolate y un poco de pan, que cuenta tantos días de cocido como el amo de viage. Los otros hacen esta diligencia con Café o agua de Gengibre y un Plátano asado. La comida consiste en arroz y cecina con batatas, plátanos, llame y otras raíces, a cuya masticación acompaña el cazave en vez de pan. Los delicados llevan pólvora y munición para matar alguna ave, o tienen una corta crianza de ellas cuyos huevos y algún pollo es el sumo regalo”.

Esta descripción de la gira de un Regidor, Capitán o Canónigo que debía hacer por necesidad un viaje a su hacienda o estancia, la despliega con mucho realismo el criollo racionero de la Catedral para mostrarnos el grado de miseria en que vivían las clases dirigentes en el siglo XVIII con relación a las familias adineradas de la parte Oeste, es decir, la colonia de Saint-Domingue. Ahora bien, debemos poner en perspectiva su configuración de la dieta y la cocina. No debían ser distinta a las de los siglos XVI y XVII. Una de las características de la colonia era su modorra, su falta de ritmo, su estancamiento. Y los hábitos culinarios de los dominicanos no cambiarían si no cambiaba su realidad material y educativa.

En el mismo siglo, el martiniqueño Moreau de Saint-Méry, quien trazó las costumbres de ambas colonias, decía que la dieta del dominicano-español era frugal. Dice que “los alimentos de los españoles de Santo Domingo son muy frugales. En los campos, sobre todo, viven de carne de vaca y de puerco… Habla del tasajo, la carne cecina y el tocino. El desconocimiento del calalú, el uso del chocolate, la bebida espirituosa o tafiá y el tabaco.

Sabemos que fue muy difícil que los españoles se adaptaran a la cultura culinaria de las colonias recién conquistadas. Gonzalo Fernández de Oviedo nos muestra cómo vino a ser nuestra dieta un producto del mestizaje cultural. Ya en el segundo viaje de Colón llegaron al Caribe las plantas que se adaptarían a las nuevas tierras. En el libro octavo de “Historia general y natural de Indias” hace una relación de los árboles frutales y semillas traídas a la isla. Y hay que poner mucha atención a este aspecto porque las frutas serán muy importantes en la dieta del dominicano, más dado a tomar lo que está en la mata que a cultivar, como lo afirma Juan Antonio Alix en la historia de Martín Garata. Algunos cronistas, como Diego Torres Vargas, mostraron el choque del peninsular al comer el casabe, que llamaban pan de palo. O el Obispo Damián López de Haro que, al llegar a la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico se queja de carencia de harina y carne y valora la dignidad de la mesa arzobispal.

Siglos después, durante la visita que hace el ministro de Interior y Guerra, Pedro Francisco Bonó, al Cantón de Bermejo, no solo muestra la misma frugalidad, sino la inexistencia de abastos: “El parque eran ocho o más cajones de municiones que estaban encima de una barbacoa y acostado a su lado había un soldado fumando tranquilamente su cachimbo. Varias hamacas tendidas, algunos fusiles arrimados, dos o tres trabucos, una caja de guerra, un pedazo de tocino y como 40 o 50 plátanos era todo lo que había”. Esto lo dice al comentar la revista de los soldados restauradores. Describe el estado de miseria de los soldados, y deja ver que nadie le brindó agua ni hubo algún banquete en su honor. El distinguido letrado, entonces hombre de armas, hizo la pregunta de la necesidad: “—Y, ¿cómo comemos aquí?” Y le contestó Santiago: aquí cada soldado es montero. La dieta no deja de ser tan frugal como la que se describe un siglo antes: plátano asado y carne de cerdo. Las tropas de la República estaban compuestas por monteros, maroteadores y cuando faltaban las reses se tomaban contra un vale a uno de los propietarios que, gustosamente, las fiaba a nombre de la nación. (Demorizi, “Papeles de Bonó”, 11-120).

Este relato de gran interés para una sociología histórica y que Juan Bosch cita en “La guerra de la Restauración” como una muestra del atraso social y político en que vivía el país en el siglo XIX. Unas dos décadas atrás, Pedro Francisco Bonó había escrito la novela “El Montero” en la que, sin pretensiones sociológicas, sino con el interés de mostrar los hábitos y culturas nacionales para que sirvieran de telón de fondo a una escena romántica, describe una sociedad de monteros en la parte norte en la isla, en el pueblo de Matanzas, cercano a San Francisco de Macorís. Dice al inicio de la obra que un joven trajo para los invitados “tres platos llenos de sancocho de tocino”, que puso sobre la mesa al lado de tres cucharas de jigüera, y ejecutadas estas operaciones, con ayuda de Teresa acercó la mesa a la hamaca del criador para que este pudiera comer sin moverse de su sitio”.

En el capítulo quinto vuelve a mencionar la hamaca, el tabaco, que nos recuerda lo señalado por Moreau de Saint-Méry. En una boda de monteros al padrino le tocaba aportar un lechón y su mujer preparaba una caja de conservas de naranjas y piñonates. Por comida nupcial se serviría un sancocho, plátanos maduros y medio maduros; casabe hecho en un burén, como lo hacían los indios, arroz y gallinas adobadas. Los invitados se divertían danzando un fandango a la usanza andaluza. Más adelante, Bonó menciona a un personaje llamado Manuel quien sale al conuco a buscar los platos y legumbres del día. La abundancia de carne hacía que el montero solo tomara “la grasa y la vianda; las tripas, el cuero, la sangre, todo se lo echaba a los perros”. Significativo es aquí la presencia del plátano. Y que siendo el escenario costero, no se hablase de pescado o mariscos en la dieta de estas gentes y que las legumbres se mencionan, pero que no se describen en la mesa.

A fines de siglo XIX, José Ramón López en “La alimentación y las razas” llevó el tema de la frugalidad a estatura de un problema nacional. Es interesante cómo describe la primera comida del dominicano: “el desayuno no se compone más que de una tacita de café con leche, pan, mantequilla…; y con ese alimento insuficiente van todos, letrados y obreros, a hacer recia tarea, desde la seis o siete de la mañana.

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