Filosofía del bienestar común

Filosofía del bienestar común

Sergio Sarita Valdez

Periódicamente suelo desconectarme de forma imaginaria y voluntaria hasta colocarme sobre un punto en el espacio desde donde observar el curso natural de la vida en colectivo. Observo el reino mineral y lo utilizo como modelo pétreo de un pasado remoto visiblemente estático, ideal como sujeto creado para la contemplación. A seguidas contemplo el cielo y las nubes con sus cambiantes tonos reflejos de la hora del día y de la estación del año. Acomodo la mirada hasta enfocarla en las olas marinas que decrecen paulatinamente hasta morir como espuma en la fina arena de la orilla de la playa. Allí disfruto del concierto musical elaborado por el viento, las aves y el agua tanto al amanecer como al atardecer.

Luego mi mente se traslada a la montaña virgen con su majestuosa vegetación. Grandes árboles adultos en la cima seguidos de otros de menor talla hasta concluir en el llano con la hierba humedecida en cada madrugada cotidiana. Sólo de mirar la panorámica puedo adivinar la inconfundible y añorada primavera, así como el otoño que me anuncia la llegada del frío invierno. Es en verano cuando mejor disfruto bajo la sombra de la arboleda el curso del río con sus notas inconfundibles que invitan a soñar hasta caer rendido por el hechizo auditivo generado por la corriente acuática deslizándose sobre las piedras y la arena.

También me permite la montaña sumergirme dentro de su zona boscosa para convertirme en testigo fiel del más conmovedor espacio con luces encantadas de cocuyos y luciérnagas, a las que se le agrega la música de grillos y de una que otra ave nocturna.

Vuelvo a despertar, mejor dicho, a reconectar con el espacio real existencial cotidiano. Noto de inmediato el incesante ruido vehicular, la atmósfera enrarecida por la contaminación ambiental; percibo las sorprendentes y desagradables fluctuaciones climáticas generadas por el Homo sapiens en su afán acumulativo y consumista polarizado entre unos pocos que se han adueñado del planeta y muchos obligados a repartirse las pocas migajas disponibles.

Puede leer: Motoconcho y el transporte dominicano

La vida citadina la sentiremos de modo diferente dependiendo del piso que nos toque habitar dentro del edificio social elaborado y sostenido por los históricos arquitectos del poder. Sólo cuando suceden los grandes terremotos, las enormes sequías y los torrenciales y prolongados aguaceros parecemos igualarnos en el peligro. De modo similar ha operado la pandemia de Covid-19, nos golpeó a todos llevándose de paro a envejecientes acostumbrados a imaginarnos décadas de disfrute de una bien merecida pensión laboral.

Concluida la temporada invernal del béisbol dominicano el pueblo traslada sus emociones a la campaña electoral. Petardos y luces de bengala se disparan al aire. La gente viste su uniforme favorito, algunos cambian de chaqueta atendiendo a la fuerza del viento papeleta, o al crédito del debo y pagaré. Ruidosas y coloridas marchas son amenizadas por el dios Baco, la fundita, la tarjeta y la promesa. Agresión visual por doquier y ensordecedores decibeles serán los amos y señores del ambiente nacional. Las redes sociales atraparán a las personas que osen navegar por ellas en la presente coyuntura política.
¡Ojalá ocurra el milagro deseado! Que los dominicanos y dominicanas nos veamos como hermanos y hermanas amenazados por la pobreza extrema y el desorden de aquel lado, las guerras de ultramar y el insoportable alto costo de la vida. ¡Apostemos al bien común!