FILOSOFÍA
Ese maldito Otro

<STRONG data-src=https://hoy.com.do/wp-content/uploads/2010/07/43CDB0AF-9A30-411D-8B37-D0BA80D4FE3D.jpeg?x22434 decoding=async data-eio-rwidth=440 data-eio-rheight=390><noscript><img
style=

Sin un tú no hay un yo. Sin el otro, no soy  yo mismo. El tú es la condición del yo y de mi libertad. El tú es el otro. Los otros están ahí, siempre ahí, para mi suerte o mi desgracia. Es cierto que existen por sí mismos y no en función mía. Ellos y yo entramos en relaciones mutuas. Y desde ese momento, influyen en mí: me reportan alegría o me ocasionan molestias, me proporcionan felicidad o me infligen dolor.

Los otros son una presencia permanente, imposible de conjurar. De algún modo, nos debemos a ellos. No quisiéramos vivir con ellos y, sin embargo, no podríamos vivir sin ellos. Sería fantástico vivir sin deberles nada, sin tener que agradecerles nada. Así, no podrían pasarnos factura por favores actuales o pasados. Muy a pesar nuestro, les debemos mucho de lo que somos.

Esta deuda que les tenemos es casi impagable. Estamos obligados a tolerarlos, con todas sus necedades y exigencias. No hay modo de zafarnos de ellos.

Si los otros no son el infierno, se le asemejan bastante. Los otros ponen a prueba mi paciencia y mi firmeza. Me obligan a soportarles y a enfrentarles. Soportándoles y, a veces, enfrentándoles, me fortalezco frente a ellos, aprendo a quererme más y a conocerme mejor.

El otro es un intruso que amenaza mi libertad individual. Llega sin que lo llame o toma mi llamada como pretexto para quedarse. Irrumpe en mi vida íntima,  invade mi espacio, cuestiona sin razón alguna mis actos y decisiones. El otro quiere adueñarse de mi tiempo y controlar mi destino. No respeta formas ni costumbres ajenas. Establece conmigo relaciones directas –de amor, de amistad, de compañerismo-, y ello le basta para creerse con derecho a disponer de mi vida.

El otro se excede siempre que puede, se atreve demasiado, pues no reconoce límites en ese otro que para él soy  yo. El otro es el perfecto intruso.

Lo grave del caso es que estamos condenados a convivir con el otro, con los otros. Aunque fuésemos Robinson Crusoe, no podríamos escapar de ellos. Sin duda, los otros nos harían una visita inesperada, nada grata, en nuestra isla solitaria.

Los filósofos suelen mistificar al otro, tomándole como objeto ideal y no como sujeto real. No es que el otro carezca de dignidad o no merezca respeto. En verdad, es tan digno y merecedor de respeto como el propio yo. Pero cuando se atreve a violar nuestro espacio íntimo y a pisotear nuestra libertad, pierde en el acto todo derecho y consideración.

Por eso no me convencen ciertas visiones filosóficas acerca del problema de la alteridad en las que el otro, como condición del yo, termina siendo casi beatificado. A menudo, son meras “construcciones”, visiones mistificadas que toman al otro como debe ser y no como en efecto es.  El otro debería ser la condición de mi libertad (yo soy libre por y con los otros) y tan sólo es la ocasión de mi infelicidad. El otro, cualquiera que sea (los hijos o los padres, el hermano, la mujer o el marido, el vecino, el superior inmediato, el compañero de trabajo o de estudios), suele ser más fuente de angustia que motivo de alegría. Nos ocasiona disgustos, amarga nuestra vida, agria nuestro humor. El otro es egoísta, cruel,  pernicioso.  Forma parte del mundo hostil que nos arremete.

El solitario Flaubert  escribió que la vida es algo tan horrible que el único medio de soportarla era evitándola y que sólo se la podía evitar viviendo en el arte, ese reino en donde coinciden lo verdadero y lo bello. Ante la intrusión del otro, evadirse es un recurso legítimo. Evadirnos del mundo nos preserva del ataque desconsiderado de los otros y nos libra de su fastidiosa presencia.

Confieso que he debido preservarme y evadirme mejor. He cometido errores graves por los que he pagado un precio alto. Me ha costado tiempo, esfuerzo y recursos poder librarme de ciertas gentes: de mujeres absorbentes e insidiosas, de falsos amigos y conocidos de ocasión, de jefes necios e insoportables, de ingratos y “frescos” de todo tipo.  Si tratarlas ha sido un error, mayor error aún ha sido el no haberme librado de ellas a tiempo. He prolongado indebidamente relaciones destinadas desde un principio al desastre, he debido romper a tiempo con unos y retirarles mi amistad a otros, y no lo he hecho; he descuidado relaciones que debí cultivar y fomentado otras que debí evitar. Me he equivocado de medio a medio. Y sólo a duras penas, con tropiezos y caídas, gracias o a pesar de los otros, he logrado entrar en la «edad de la razón».

En fin, que ese maldito otro está ahí, siempre ahí, para mi suerte o mi desgracia, y no hay forma de quitármelo de encima. Tengo que soportarlo todos los días, en todas partes, doquiera que voy: en el trabajo, en la universidad, en el círculo de amigos, en la familia, hasta en la propia relación de pareja. El otro, mal que me pese, es una presencia tenaz.

Ese maldito otro con el que tengo que vérmelas es un fastidio y un estorbo. La ironía de todo está en que, aun evitándolo por intruso e insidioso, no puedo sino vivir con el otro hasta el fin de mis días. El otro, los otros, son la condición de mi libertad. Sólo gracias a ellos puedo ser libre de todo y de todos, libre de quienes amenazan mi libertad, libre también de ellos mismos.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas