El director de la academia, el coronel Emiliano Larancuent, era un hombre espigado, blanco como el papel y de un caminar extremadamente parsimonioso.
Era cauteloso y en su mirar parecía rebuscar lo más recóndito del alma.
Su llegada al centro de entrenamiento el viernes en la tarde fue precedida por el acostumbrado toque de floreo.
El coronel estaba siempre rodeado por un cierto número de oficiales y asistentes.
Frente a él fueron reunidos todos los pelotones de reclutas.
El sol de la tarde aun seguía intenso.
-Quiero decirles- dijo el coronel-, que todos los fines de semana aquí se acostumbra al descanso.
Todos estuvimos atentos a la voz oficial.
-Sin embargo-prosiguió el coronel-, en esta ocasión no habrá receso en la academia. Este fin de semana será duro. Algo así como un infierno.
Ante el anuncia, todo era un silencio sepulcral.
-Quien crea que no podrá soportar-dijo el oficial-, sencillamente que renuncie ahora. Aquí no queremos niñas.
Los que entraron en pánico levantaron las manos. Y, sin pérdida de tiempo, los cadetes los condujeron a paso doble hasta la puerta grande de salida.
En la madrugada del día siguiente, en todos los dormitorios la voz estruendosa de los entrenadores y cadetes irrumpió en la oscuridad.
“¡De pie!”
Ya a las once de la mañana el piso de las aulas parecía un río hecho de sudor.
Con los duros ejercicios concentrados en las aulas encerradas, por donde no entraba una pizca de brisa, parecía que íbamos a colapsar.
A los reclutas desmayados los sacaban para acostarlos boca arriba y frente a los rayos quemantes del sol.
Con los labios cuarteados, muchas veces sentí náuseas y como si el mundo estuviera dando vueltas.
Sin embargo, solo tenía una alternativa: resistir.