Para un país que además de estar ubicado en el mismo trayecto del sol, lo está también en el de las tormentas y huracanes la gestión de riesgos y desastres debería ser un tema estructural y no coyuntural.
Los vientos del huracán Fiona se llevaron techos, derribaron árboles y postes de luz, pero dejaron evidenciadas, nueva vez, contradicciones y realidades duras.
El país de América Latina que en las últimas dos décadas ha tenido uno de los crecimiento económicos más sostenidos y envidiables, es el mismo país donde la pobreza y la desigualdad obligan a miles de personas a “vivir” en zonas no aptas y que les hace sumamente vulnerables a fenómenos meteorológicos como estos, que se convierten, por esa desigualdad, en desastres sociales.
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De igual manera, provincias como La Altagracia, considerada meca de la pujante industria turística de la República Dominicana, quedan desnudadas por los bolsones de pobreza y miseria que albergan de manera cuasi colateral a infraestructuras hoteleras lujosas, bellas y modernas, y a playas y vistas tan hermosas que evocan siempre un paraíso que es antítesis del infierno que hoy viven las personas afectadas por Fiona.
¿Qué pasa aquí? ¿Cómo explicar y aceptar con naturalidad y resignación, que en el siglo XXI dominicanos y dominicanas vivan al lado o tengan como patio a ríos y cañadas?
¡No! Esto nunca debe ser admisible. ¡Todo lo contrario! Tormentas y huracanes como Fiona deben servir como un odioso recordatorio de la deuda estructural que tienen el Estado y la sociedad dominicana, especialmente el empresariado, con estas personas que no merecen una ciudadanía de menor categoría.
Si bien es cierto que en estos últimos 18 años en los que un huracán dichosamente no tocó suelo dominicano, el país ha mejorado sustancialmente su capacidad de respuesta, vía organismos como el COE y la Defensa Civil, también lo es que en el aspecto preventivo, sobre todo en temas estructurales, todavía hay mucho que mejorar.
Esto va desde combate a pobreza para eliminar vulnerabilidad, organización y gestión adecuada del territorio para evitar construcciones en zonas no aptas, presupuesto y educación ciudadana para respuestas adecuadas ante estos fenómenos, etc.
Uno de esos capítulos es la política de viviendas. El Estado dominicano abandonó la construcción de viviendas populares y ha venido traspasando ese rol y responsabilidad al sector privado.
En los gobiernos del PLD y Danilo Medina se hicieron ensayos valiosos como La Nueva Barquita y Domingo Savio, pero eso se quedó ahí. Además, lamentablemente, se acompañó de una política crediticia muy estricta que excluía a personas de escasos recursos o pertenecientes a la economía informal.
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Se supone que este Gobierno iba a aumentar los esfuerzos y para eso se planteó la idea de crear un Ministerio de la Vivienda que yo apoyé y defendí bajo la creencia que implicaba la institucionalización del tema vivienda como prioridad en las políticas públicas, tal cual establece la Constitución en su artículo 59.
No obstante, pese a que, como todo en este Gobierno, se anunció con bombos y platillos, la ejecución en política de viviendas necesita acelerarse.
Pero, mientras las imágenes de casas sin zinc, ranchetas anegadas y niños y adultos mayores nadando en aguas marrones, contaminadas por demás, llorando tras perder lo único que tienen, queda esperar que ahora sí aprendamos la lección y demos la importancia que se merece el tema de prevención de riesgos y desastres, entendiendo que hay ayudas que como la justicia, si es tardía, pierden efecto.