Pedro Gil Iturbides
Hacen un flaco servicio al país aquellos de nuestros compatriotas que seducidos por la idea de mostrar su nacionalismo persiguen inmigrantes haitianos en nuestro suelo. Por supuesto, admito que responden a las campañas que a lo largo de varios años emprendieron corrientes haitianizantes, que enervaron sentimientos adormecidos. Pero también se dejan arrastrar por sucesos muy particulares, que debieron ser objeto de la atención primaria de las autoridades responsables por el destino de nuestra nación.
Y porque estas persecuciones que se han desatado son respuesta inapropiada a las realidades de nuestros tiempos, quiero dirigirme a varios sectores de la vida nacional. Cabe el que aduzca en principio, que la primera y más alta responsabilidad corresponde al Gobierno Dominicano. De haberse votado en su debido momento, y prevaleciese, una política migratoria definida a partir de un proyecto nacional y popular, sería ocioso hablar del tema. Pero a partir del marco general de las leyes sobre migración, hemos asumido normas viciadas y admitido -o cometido- trapisondas. Ellas son hijas de la insana pero colectiva tendencia a la corrupción.
Representantes consulares nuestros en Puerto Príncipe u otras ciudades haitianas determinaron en algún instante de sus brillantes carreras establecer mecanismos de extorsión a quienes les solicitaban visado. Víctimas frecuentes de estos actos han sido los estudiantes haitianos que encontraron en Universidades dominicanas un lugar en el cual crecer sin las inquietudes de su lar nativo. Pero otros viajeros fueron objeto de las ansias de esos funcionarios. Como resultado, se creó un mecanismo que no con los recursos de los chinos, pero con mayor asiduidad por la cercanía, determinó el flujo ilegal de muchos emigrantes.
La protección política y las presiones para evitar la condena de un funcionario consular a cargo de este negocio, pero con chinos, explica la inclinación propia de las políticas migratorias dominicanas. Por ello la enorme e incuantificable masa de haitianos que vienen a cumplir labores diversas, lo cual no excluye pedir limosna en ciertas esquinas. No se necesita tener un coeficiente de inteligencia por encima de lo normal para adivinar que esto trae roces.
Porque la mayoría de los dominicanos acepta como una realidad irreversible la convivencia con los haitianos. Pero no son ajenos a los problemas, específicos y particulares, que pueden suscitarse como fruto de las relaciones con esos vecinos. Y es que no estamos acostumbrados a pasar por alto los mismos tipos de problemas con otro dominicano. O con un finlandés, alemán o estadounidense, por cuestión de temperamento..
Estas diferencias muy específicas y personales han derivado, en algún momento, en reyertas, y en crímenes también. La carencia de una voz nacional que oriente, guíe y contenga las derivadas reacciones individuales primero, sociales más tarde, explican los hechos actuales. Pero todo se concatena con las negligencias, los olvidos, y la corrupción, que tornan endebles las leyes migratorias o actos administrativos subsecuentes.
No debemos permitir, sin embargo, que la oleada crezca. A los hasta hoy aislados sucesos durante los cuales se ha perseguido a inmigrantes haitianos, pueden sobrevenir actos xenofóbicos. Por razones de orden público tanto como de interés nacional, se impone que se llame a la prudencia. Después de todo Haití es una realidad al oeste de la isla, que cuenta dos siglos a nuestro lado. Hemos de aprender a vivir con sus hijos.
Corresponde al Gobierno Dominicano guiarnos para frenar una tendencia que, no me cabe la menor duda, es contraria al modo de pensar de las mayorías. Urge que las disposiciones legales en materia de migración se apliquen sin que puedan inficionarse por nuestras tendencias a la corrupción. Además, los casos específicos y particulares de diferencias entre nuestras gentes y nuestros vecinos, deben ser ventilados en virtud de la ley. Para que nos evitemos males mayores.