Tenía 18 años, estaba recién graduada del colegio cuando tuve mi primera entrevista formal de trabajo. Fui muy nerviosa pero segura de mi misma.
En una hoja había puesto todo lo que para mí representaba una valiosa experiencia que me podía proyectar como una buena profesional. Recuerdo que ralataba con mucha ilusión mi experiencia como capitana del equipo de volleyball del colegio, mi participación activa en el grupo de Paz y Bien, que fui presidenta del Consejo Estudiantil y, sobre todo, resalté mi “experiencia laboral” de cinco años consecutivos como monitora en un campamento de verano.
Entendía en ese momento que lo aprendido en el colegio y esas experiencias ya forjaban en mi una personalidad que me daba las bases para iniciar oficialmente mi carrera laboral, porque ya sabía ser responsable, cumplir horarios y asignaciones, agregar valor siempre por encima de lo que me pedían; había aprendido a tratar con clientes, a liderar equipos, a manejar presupuestos y dinero, y a lograr resultados.
Estas actividades resaltaron algunas de mis fortalezas y debilidades. Por ejemplo, en el campamento, comencé a sentir una gran pasión por dedicarme a mejorar vidas, directa o indirectamente.
Recuerdo que tenía muchas ganas de trabajar, de superarme y de aportar mucho donde quiera que tuviera la oportunidad de hacerlo. En ese momento hubo una persona que creyó en mi y en mi “experiencia adquirida”: de inmediato me asignó muchas responsabilidades por encima de mis capacidades, lo cual representaba un reto continuo y una constante motivación.
Esa primera experiencia fue en el sector público, lo que reafirmó mi propósito de trascendencia; me motiva trabajar para impactar vidas, fortalecer capacidades gubernamentales, mejorar comunidades y contribuir en el desarrollo de mi país. Estudiaba y trabajaba al mismo tiempo: recuerdo la satisfacción de reflejar situaciones de mi trabajo en el aula y viceversa; de hecho creo que fue un buen complemento. Mi trabajo me motivó a seguir especializándome y realicé mi maestría segura de lo que quería seguir haciendo en mi vida.
Las oportunidades que me dieron desde muy joven, de trabajar y aprender sobre lo que me gusta, han marcado positivamente mi vida y la de mi familia. Sé que han fortalecido mi autoestima, mi persistencia, mi liderazgo, mi fé y mi seguridad personal.
Si pudiera hacerle un regalo a los más jóvenes sería ese mismo que me hicieron a mí mientras estudiaba en el colegio: le abriría las puertas a su desarrollo, a una experiencia de aprendizaje en un trabajo real, algo que complemente su proceso educativo, que defina su carácter, que les
ayude a darle un rumbo a su vida y que les permita descubrir su propósito desde su adolescencia y así, vivir plenamente.
Ofrecerle a un joven el privilegio de una educación de calidad acompañada de una experiencia laboral guiada, no solo mejora su vida, también mejora la de su familia y su descendencia. Estoy segura que también mejora la empresa y la vida de quienes lo lleven de la mano en el proceso.
Lector: ¿te has puesto a evaluar el aporte de un joven soñador, curioso y lleno de energía? Imagínatelo en grandes cantidades. Estoy segura, y hoy lo sé con certeza, que la suma de las oportunidades que le brindemos a los jóvenes se traduce en desarrollo, en un mejor país para todos.
Y ahora te pregunto, ¿como empresario o gerente, me ayudarías a dar estos regalos? Y tú, como joven, ¿lo valorarías?
La escuela y la universidad educan. ¡El trabajo, te forma para la vida!