Cualquier reforma del sistema de instrucción pública que aspire a verse coronada por el éxito requiere de una transformación de las pautas por las que se rige la conducta del maestro, por el hecho de ser éste el protagonista principal de los procesos de enseñanza aprendizaje. La reforma de las estructuras y del ordenamiento vigente, la revisión curricular, la dotación de más y mejores recursos didácticos para las escuelas, y las medidas de los resultados, pasan a través del profesorado como exponente principal de la acción educativa. Por todo ello, estimamos como válida la expresión de Álvaro Marchesi, Secretario General de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) de que “la calidad de la educación de un país no es superior a la calidad de su profesorado”.
La reforma educativa que el gobierno del presidente Danilo Medina se propone llegar a feliz término precisa de un determinado perfil del docente que difiera significativamente del profesor tradicional por más que muchas de las cualidades y virtudes de éste último deban ser preservadas. El docente requerido para dicha reforma ha de ser quien conciba y active el valor funcional del aprendizaje y que, además de reproducir la tradición cultural de su país, sea capaz de generar contradicciones y de promover alternativas; también, de facilitar a sus alumnos la integración de todas las ofertas de formación; de organizar trabajos disciplinares e interdisciplinares; y de colaborar con su comunidad, haciendo de la experiencia educativa una experiencia individual y a la vez socializadora.
El perfil del docente requerido por las autoridades del Ministerio de Educación es el de un profesional capaz de analizar el contexto en que se desarrolla sus actividades, de dar respuesta a los problemas que se generan en el seno de una sociedad cambiante, y de combinar la comprensión de sus enseñanzas con las diferencias individuales, de modo que se superen las desigualdades y diversidades latentes entre sus alumnos.
La necesidad de cualificación y formación permanente no se limita a aquellos profesores que ejercen su oficio en el presente o que lo ejercerán en el futuro. La formación continua es una responsabilidad de todo profesor; un deber, a la vez, un derecho, dentro de un oficio tan delicado como el de impartir docencia y el de formar juventudes. Esa necesidad deriva, principalmente, de la movilidad de los conocimientos que la escuela ha de transmitir; de las demandas sociales acerca del papel de la escuela, y de los métodos de transmisión de conocimientos, en renovación incesante. La escuela y su profesorado han de hacerse eco del extraordinario progreso científico y tecnológico que hoy se registra, y, sobre todo, de las modificaciones del entorno generadas por la investigación científica y el desarrollo tecnológico.
En el preámbulo de la obra “Aprendizaje y Desarrollo Profesional Docente” de la Colección Metas Educativas, publicada por la Fundación Santillana en Madrid, en el 2009, Álvaro Marchesi expresa que “el principal problema que enfrentan las políticas relativas al profesorado es el de los grandes números que comportan, tanto en la cantidad y diversidad de decisiones pendientes, como por ser uno de los cuerpos profesionales más numerosos” – Lo mismo sucede aquí. El Ministerio de Educación es el mayor empleador del país. Su nómina representa más del 20% de la nómina de todo el sector público, lo que hace que cualquier aumento de salario, por pequeño que fuera, representa una carga considerable para las finanzas del Estado. Lo más que pueden hacer los gobiernos es administrar pulcramente los limitados recursos de que disponen, dados los costos crecientes de la educación en un contexto de competencia sobre los fondos públicos sumada a la necesidad de equilibrar éstos.