La gente de febriles afanes por conquistar puestos electivos de niveles municipales y legislativos hace pública admisión de lo que es ya el recurso más usado: incurrir en gastos cada vez más altos para promoverse con el uso de retórica insustancial y de pancartas alucinantes, compras de alabarderos y caminatas de alaridos motorizadas con dádivas. Búsqueda con artificialidades objetables de posiciones de Estado cuyas remuneraciones y anexidades no justificarían, por exigüidad, lo invertido en proselitismo a menos que el fin último sea servirse de la investidura para cuestionables lucros mayores o en conflicto con la ley. La aspiración a cuotas de poder no mueve exclusivamente a dominicanos idealistas que pretenden servir con lealtad a su nación y es probable que ellos constituyan mayoría. Honrosos y conocidos casos permiten suponerlo: pero ascender a ejercicios públicos importantes por la vía del voto es hazaña ensombrecida por la importancia a la que ha sido llevado el dinero para lograrlo.
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El vil metal vence principios y logra desplazar del coloquio con multitudes de baja escolaridad la formulación y análisis de planes y proyectos realizables y creíbles para mejorar la existencia de los dominicanos a mediano y largo plazos; perfeccionar servicios municipales y dotar al país de leyes más justas. Sin expectativas que conecten problemas con soluciones, el picapollo con fritos verdes no es suficiente para atraer votantes. El activismo partidario expresa, con su perfil más notable, poder abstencionista.