Fragmentación territorial

Fragmentación territorial

PEDRO GIL ITURBIDES
El país tiene jurisdicciones municipales cuyas capitales son una hilera de casas a orillas de la carretera en que se aposentó su población. Varios libros de “sociales” de la escuela actual las llaman”comunes”, denominación abrogada por ley de 1952. Tal vez dos o tres cortas calles transversales completan el cuadro citadino. Aún bajo panorama tan inusual, son Municipios en estricto sentido de ley. Sus autoridades tienen un territorio por el cual deben velar, y un pueblo cuyo bien común están llamados a impulsar. ¿Se cumplen estos propósitos?

Durante los últimos años venimos dividiendo Provincias y Municipios con un envidiable afán de servicio a sus comunidades. Esta loable vocación por servir a los demás ha dado lugar a no pocos desatinos. Recuerdo el día en que don Emilio Vásquez, ya fallecido Síndico del Municipio de San José de Los Llanos, me visitó preocupado en 1988. Un grupo deseaba crear el Distrito Municipal de Quisqueya, fragmentándole su territorio.

Lo aquejaba, sin embargo, una inquietud. Para crear la nueva jurisdicción municipal sus promotores escogieron Secciones que no eran limítrofes entre sí. ¿Es posible que un territorio se integre con demarcaciones sin continuidad geográfica? Le expliqué el caso de Hawai, que encontrándose a dos mil millas de Estados Unidos de Norteamérica, es un estado de ese país.

¿Entonces el territorio de San José de Los Llanos puede encontrarse aislado de las Secciones que son parte de su Municipio?

Sin duda que el ejemplo que le habíamos puesto, valedero, no era apropiado al reclamo que nos hacía. En el caso de un gobierno local “su soberanía municipal” no “salta” territorios ajenos. Gestionamos en la Cámara de Diputados una copia del proyecto de ley, que ya se encaminaba hacia el Senado de la República. Con la descripción de su texto y una copia del mapa municipal, encontramos explicación a la inquietud de don Emilio. La creación del nuevo territorio arrastraba las Secciones de mayor concentración poblacional, sin que se observase la continuidad geográfica.

Eran evidentes las causas que impulsaban el voluntarioso afán de servicio, pues los ingresos son correlativos al número de habitantes de una demarcación. Promulgada la ley –pues resultó imposible detener su apresurada aprobación en el Senado– fue inmediatamente sometida a una modificación que subsanase el garrafal error. El Senador Florentino Carvajal Suero, para  explicarme la premura de su conocimiento y aprobación, nos dijo entonces que proyectos de ley que creasen Municipios eran pasados como “caña para el ingenio” por sus colegas.

La incesante subdivisión territorial ha sido alentada por organismos internacionales que pretenden con ello promover un mayor sentido de responsabilidad cívica de los ciudadanos. Por aquellos tiempos trabajaba la agencia alemana de cooperación conocida como GTZ, en la autarquía de los gobiernos locales. Técnicos de otras agencias mantienen que la existencia de muchos gobiernos locales propicia ambientes de consulta directa y participación de los gobernados.

Pero en el país existen territorios municipales cuya pobreza obstruye la tributación. En consecuencia, los habitantes no contribuyen con el pago de impuestos locales o nacionales al sostenimiento de las estructuras de gobierno. Tampoco se sienten vinculados a ellos, pues no los advierten como instrumentos de bien común. Por tanto, los ingresos locales que derivan de apropiaciones incluidas en la Ley de Gastos Públicos, se subdividen sin cesar, sin que su uso catapulte forma alguna de desarrollo. Por supuesto, el ejemplo primero lo pone el gobierno central, cuyos niveles de gastos operativos acicatean imaginación e intereses locales.

A la larga, esta insufrible cadena de gastos frena la posibilidad de que un gobierno local con potencial, capacidad y vocación, estimule el crecimiento de subregiones abatidas. El esquema, dijimos, no es privativo del Municipio.

La autoridad local repite lo que ve. Y se aferra al poder alcanzado, o lo discute con fiereza si ello fuera necesario, porque, después de todo, lo postrero es el bien común.

Vale la pena que las conciencias más lúcidas de la República se pregunten hasta dónde esta fragmentación no esté haciendo un daño irreparable a las vivencias localistas. Porque estas subdivisiones alientan expectativas que hacen sucumbir, a veces en medio de cruentas agresiones, los mejores intereses de la Nación, que todavía viven. Aunque parezca extraño.

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