Haber completado tres cuartos de siglo como testigo viviente de una realidad social mutante en tiempo y persona es un dichoso privilegio del cual diariamente me ufano.
Aún puedo revivir las memorias de antaño cuando se conocía que algún vecino padecía un quebranto serio en su salud. Hablo de la década de los cincuenta del pasado siglo XX.
Con apenas cinco años grabé la imagen de unas sábanas blancas dispuestas a manera de tienda de campaña o hamaca apoyada en dos largos trozos de madera soportada en el aire por cuatro hombres. La litera pasaba a media mañana y se detuvo momentáneamente frente a nuestra casa ubicada en el camino real.
Pude ver a un hombre con rostro muy pálido quien con voz apagada pedía sin cesar agua para mitigar su inmensa sed. La tez de su piel competía con el color de la tela del dispositivo de transporte.
Una mujer extrajo del área glútea una bacinilla de porcelana repleta de heces francamente hemorrágicas. Por primera vez le escuché a mi madre decir que su compadre tenía una disentería y que si no apuraba el paso dicho enfermo no llegaría vivo a la Clínica Dr. Mendoza ubicada a unos ocho kilómetros en Altamira. Se trataba de una fiebre tifoidea común en la gente que tomaba agua de manantial contaminada durante la temporada de intensas lluvias. La gente defecaba en el terreno cercano y las excretas terminaban en los manantiales. Pocos hogares contaban con letrinas.
Siete décadas más tarde contemplo en barrios marginados de la capital del país a niños y adultos depositando los desperdicios orgánicos en cañadas y riberas de los grandes ríos, extrayendo de estos últimos agua sin el adecuado tratamiento para consumo doméstico.
A menos de un cuarto de siglo para completar dos centurias de vida republicana de la nación dominicana aún no podemos garantizar agua potable a cada vivienda urbana. En las áreas residenciales se hace perentorio contar con cisternas para suplir el preciado líquido a causa de las crónicas interrupciones de tan vital servicio.
Son tan variadas y falsas las excusas por las fallas en los sistemas de acueductos que por cansancio ya la gente dejó de protestar. Con razón el inmortal Johnny Ventura nos cantaba: “Porque a todo se acostumbra uno”. Así muchos aceptamos como natural y normal la alta morbilidad y mortalidad infantil urbana hija de la pobre higiene hogareña por falta de agua.
La promoción y prevención sanitaria continúan siendo una meta dormida para las gestiones de gobierno en la patria soñada por Juan Pablo Duarte. ¡Aún estamos a tiempo para enderezar entuertos, a pesar de la pandemia!
Aún no podemos garantizar agua potable a cada vivienda urbana
En las áreas residenciales se requieren cisternas para almacenarla
Alta morbilidad y mortalidad infantil urbana se aceptan como normales