Franklin Mieses Burgos, en los ilimitados
dominios del sueño y la esperanza

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POR LEÓN DAVID
(Conclusión)

¿Quién puede sorprenderse de que nuestro poeta Franklín Mieses Burgos, de manera pertinaz, guste recorrer los clásicos vergeles de la métrica tradicional castellana? Es justamente allí, en medio de las restricciones que impone la aceptada regularidad de la frase medida, donde el inmenso vate antillano se siente libre, a sus anchas, amo y señor de los ilimitados dominios del sueño y la esperanza.

Porque, como lúcidamente señalaba Luigi Pareyson en uno de sus memorables ensayos de crítica literaria, «la pureza de la vena poética no tiene nada que temer de las reglas cuando ve en ellas soporte y guía y no coacción», y, de más está anotarlo, soporte y guía es lo que Mieses Burgos halla en los roturados campos de la métrica clásica. No es otra la razón de que adoptando la petrarquesca forma del soneto, añeja y manoseada si las hay, consiga contra las miopes reservas y el áptero prejuicio, maravillarnos con composiciones en las que si bien resuenan las más cimeras voces del pasado, reluce con fulgor inconfundible y sabor perfectamente actual su gigantesca personalidad creadora. Comprobémoslo:

EL RÍO

Con su húmeda espada reluciente
-caballero de niebla y de rocío-,
camino que camina pasa el río
solitario, desnudo, transparente.
Desde su pie descalzo hasta su frente,
como clavada hoja en el vacío,
sube a su piel un hondo escalofrío
de misterioso hielo permanente.
En torno de la luz que le enajena
-desolada, metálica, de cobre-
hay una voz oculta que resuena.
Por esta voz que eterna le reclama,
Hacia la inmensa soledad salobre
Su corazón de agua se derrama.

Lo moderno y lo clásico, lo viejo y lo nuevo, lo tópico y lo inédito júntanse aquí para que el milagro de la belleza se explaye al favor de soberbias imágenes y de la cláusula cadenciosa cuyas fluviales ondas nos impregnan. Ese río puede ser cualquier río, mas de puro ser observado desde adentro por la pupila rastreadora de enigmas de Mieses Burgos, es –así lo sentimos- el río esencial y arquetípico, el que vierte sus insondables aguas misteriosas hacia todos los cauces existentes y hacia todos los mares conocidos.

Es también ese río que por dentro de nosotros fluye, el que circula por las arterias y alimenta la carne, el que nos da la vida. Escuchemos cómo, con palabras cuyo blondo esplendor ilumina verdades recónditas y eternas, canta el poeta al encarnado río,

A LA SANGRE

Agua de soledad, agua sin ruido,
Desatado cristal de pura fuente;
Agua que va cayendo interiormente
En mi cielo más hondo y escondido.
¿Qué misterioso viento sumergido,
tu natural hechura de torrente
transfigura ideal y simplemente
en un rojo clavel enardecido?
Hay un íntimo dios que te construye.
El mismo dios que lento de ti fluye}
Por los labios abiertos de la herida.
Vivo clavel humano que perdura
Sujeto por la leve arquitectura
De la fugaz estatua de la vida.

Estrofas de tan incólume perfección y sin para armonía como las trascritas ut supra , si algo nos participan es que por más que intente el lego menospreciar una consagrada forma de versificación, cual es el caso del soneto, apuntalado en la errónea presunción de que parejo marco formal es aparato exterior, adventicio, ajeno a la poiesis, por más que de esto quiera persuadirnos, repito, no podrá estar sujeto a discusión el hecho de que, al apropiarse el bardo de dicha forma y al hacer que su expresión personalísima se conforme a la misma, deja tal esquema métrico de ser algo extrínseco para, como certeramente argumentara cierto analista cuyo nombre mi ingratitud olvida, insertarse en el palpitante corazón de la creación artística.

Una estructura métrica no constituye ni debe ser tenida por algo impuesto y extraño a la poesía y al poeta; la adecuación a la medida exacta, la exigencia de comprimir la idea en el molde del verso, la necesidad de hospedar las imágenes en estuches verbales de rígida arquitectura musical, el empeño por acomodar la sintaxis al patrón lírico escogido, no es ejercicio que pueda llevarse a cabo con halagüeñas perspectivas sin que, a su vez, semejante tarea repercuta en el vate guiando su inspiración, organizando la sucesión de las palabras y, al fin y a la postre, incidiendo de manera decisiva en el resultado poético.

No ignoraba Franklin Mieses Burgos que –permítaseme en este punto citar nuevamente a Pareyson– «sería bien pobre la inspiración que sintiese como constrictivos, no digo los preceptos impuestos por una tradición aceptada, sino todo tipo de reglas, y que, incapaz de disciplina, exigiese la más desenfrenada libertad; y bien débil la voz que, para hacerse oír, temiese mezclarse con la de otros; y poco firme la obra que, para alcanzar su individualidad, pidiese ser única en su género y detestase todo parentesco o afinidad.».

Por estar convencido de la verdad que encierran los contundentes juicios del preclaro esteta italiano que acabo de reproducir, por no albergar duda alguna en torno a su propia estatura creadora, por sentir afinidad con las más excelsas plumas de la tradición poética castellana, nuestro enorme cantor –para dicha y solaz del espíritu exigente– resolvió aposentar los frutos de su fecunda imaginación en moldes clásicos e imperecederos.

Aunque el comentario sobre la tradición y la métrica en la poesía de Franklin Mieses Burgos –apenas esbozado en los párrafos que anteceden– ofrece a cualquier péndola menos indocta que la mía abundante tela que cortar, dejaré atrás tan seductor asunto para, a seguidas, concentrar mi atención en otro costado de su quehacer poético que, si no curo de apariencias mendaces, ha sido objeto ya que no de abierta censura, sí, acaso, de veladas desaprobaciones.

En efecto, no han dejado de llegar a mis oídos, envueltas, es verdad, en ponderaciones de elogioso tenor, ciertas reservas o quejas que apuntan, por un lado, a una supuesta oscuridad o hermetismo de la poesía de Mieses Buargos, la cual sería secuela inevitable de su barroco talante y desmesura; y, del otro, a un preciosismo que, para el gusto contemporáneo, se revelaría bastante trasnochado.

A una mirada desatenta y apresurada, la opinión crítica que hemos sacado a la luz podría no parecer reñida con los hechos. No es ciertamente recusable la aseveración de que nuestro magno lírico posee una imaginación pronta y fértil que le incita a poblar sus escritos con copiosas metáforas, descriptivas estampas y visionarias analogías; pero una cosa es la exuberancia –cifra de vitalidad y de energía- y otra muy distinta aquello que se le pretende achacar, esto es, abigarramiento, enjoyelado gratuito, vistosidad espuria, recargamiento e innecesaria complicación… Cualquier cosa será la poesía de Mieses Burgos salvo fárrago ocioso o coruscante hojarasca. Y sólo al que lee sus versos de manera equivocada, o sea, anteponiendo el significado lógico referencial al sentido que emerge de las profundidades del sentimiento, del poder evocador de las imágenes y de la insinuante musicalidad de la frase, podría antojársele que está frente a una obra oscura y clausurada.

Así en Trópico íntimo –pero podría ejemplificarlo con cualquier otro poema dado que el mismo ubérrimo enfoque artístico se reitera en toda su creación-, se propone el bardo hollar el suelo sagrado del auténtico trópico, no el que está ahí banal y obvio, no el pintoresco y folklórico que de verdor revienta ante las pupilas más frías e insensibles, sino el otro, el oculto, el que bajo las diafanidades, tormentas, sudorosas lunas y tambores acezantes el alma presiente sin alcanzarlo a vislumbrar. La opulencia y esplendidez, notas distintivas de nuestra ardiente zona, no son percibidas desde afuera y descritas en sus rasgos aparentes al modo de un ilustrador o de alguien que narrara un suceso, sino que, en contraste con tan convencional enfoque, el poeta, en lugar de hablar del trópico, lo trasvasa a su palabra que, transfigurándose en aquello de lo que debía dar cuenta, adquiere entonces la prodigalidad y torrencial profusión de la geográfica latitud que anhelaba el vate recuperar mediante el canto. El exceso verbal es aquí, por consiguiente, justificada plenitud y el agolpamiento de ideas y de imágenes exacta representación de esa tropicalidad hecha, como era de esperarse, de frondosidad y demasía.

Oh trópico encendido,
yo estoy hablando ahora
donde todos tus propios
elementos se hallan
sujetos todavía al estado inicial
de su forma primera:
Tus metales, tus vientos,
el dios de tus espigas,
tu eterna tierra en cinta
donde germina el mundo
su sonrisa de aromas,
la espuma de tu mar anclado junto al ronco
clamor de tus orillas,
los varados luceros de tus
noches maduras,
relucientes lo mismo
que el dorso de los peces
bajo el cristal del agua,
tus gardenias gigantes
donde puso la luna
la nieve de sus polos,
el sol de tus claveles, fanal
con que se enciende
la aurora vegetal que
alumbra en tus jardines

Mas este trópico que de repente se ha apoderado de la palabra que lo nombra, llenándola de nubes, aromas, cordilleras y soles, no es, sin embargo, el que el aedo busca; que el que alienta en sus sueños sólo se entrega cuando la mirada deja de contemplar lo conocido para volcarse hacia los abismos interiores del alma:

Y es por eso que busco
lo que en ti no fulgura,
lo que en ti no levanta
pedestales de asombro
debajo de tus muchas
estatuas erigidas,
sino lo que apagado de
ti fluye lo mismo
que el agua silenciosa
de un río subterráneo,
que no por subterráneo
es menos propio
que todo cuanto exalta
la claridad de afuera.

(…)

Si no te miro igual
es posible que sea
porque en mi ser tú
existes de modo diferente
total y primitivo,
lejos de la epidermis
banal donde se quedan
suspensas otras voces,
otros sueños varados
que no podrán jamás
llegar hasta la orilla
del cauce caudaloso
donde tu sangre corre
precipitada y roja
y en donde, sumergida,
suena la voz eterna
de las dulces campanas
que tañen en el fondo
sedante de tus frondas.

No es posible hablar con mayor claridad. Mas para poder asir, merced a la belleza impoluta de la expresión, la esencial verdad que en los versos transcritos habita, es menester hacer lo que el poeta hace, mirar hacia adentro, dejar atrás «la epidermis banal donde se quedan / suspensas otras voces» ; y ello importa laborioso ejercicio de introspección extática al que ningún lector superficial se sentirá llamado.

Por lo que toca al preciosismo, rótulo que esconde una impiadosa imputación de falta de naturalidad, de afectación y artificio, baste recordar que Franklin Mieses Burgos es un escritor culto al que sería zafiedad exigir el empleo de un lenguaje primario o coloquial; amén de que su universo poético, de conceptuosa hondura, sutil y transparente, reclama el uso de voces que no son, que nunca podrían ser las que el habla popular prodiga. ¿Es esto un defecto? Sólo para el indocto, para aquel cuya competencia lingüística deja mucho que desear. Por lo demás, sería imprudente olvidar que la elaborada retórica no es signo de falsía. En la esfera de la literatura la única naturalidad admisible es la del artificio, porque no es aceptable externar una verdad sin estilo. Y estilo es retórica; la verdad literaria requiere de la retórica para ser eficaz. Cuanto más culta se torna una civilización, más se expande el arte de la palabra… De ello, démoslo por sentado, también estaba impuesto Franklin Mieses Burgos.

Es imperativo dar remate a estas incompletas y rápidas apuntaciones acerca de la encumbrada lírica de nuestro máximo poeta. Empero, argüiría de mi parte nulo miramiento poner punto final a mi escrito sin referirme, así sea a vuela pluma, a un aspecto de la poesía de Mieses Burgos que dificulto me desmienta el lector por juzgarlo de fundamental relevancia: su irreductible carácter metafísico.

Sobre esta cuestión, acaso nadie se expresó con mayor propiedad y lucidez que Nelson Julio Minaya cuando, en clarividente ensayo de áurea y solvente prosa, amoneda los siguientes asertos: «Mieses Burgos es metafísico en el clásico y propio de los sentidos: es el perpetuo enamorado de las esencias, oteador de inholladas latitudes que palpitan y asoman en las cosas y perdemos de vista en la cotidianidad. El sentir metafísico, o, lo que es igual, la facultad de acatamiento y asombro frente a las ultimidades del existir, impregna toda la poesía de Mieses Burgos, y es, en efecto, la clave de su pensar.». Y algo más adelante, comentando un poema del magno artífice dominicano del verso, perfila Minaya aún más sus ideas acerca del tema que nos incumbe, confesando su «convicción de que la voz poética, lejos de propender al despliegue de ingeniosas destrezas o hueca sensiblería, en realidad nos enlaza al Absoluto, y es por ello fundante del más hondo pensar.».

No creo necesario abundar sobre lo que, con tan diáfanas y penetrantes palabras, expusiera Nelson Julio Minaya en las citas que he considerado oportuno traer a la palestra. Apenas me circunscribiré a añadir –ratificando en todo el juicio del mencionado exegeta– que para Mieses Burgos la facultad poética otorga el poder –envidiable y maldito– de contemplar con lo ojos del espíritu el único y genuino semblante de la realidad, realidad que siempre está ahí, idéntica a sí misma, tierra ancestral de donde surge y en que se afirma cuanto transcurre y cambia. Semejante concepción que hace de la poesía vía por donde trascender la esfera fenoménica e histórica –signada por la multiplicidad, la destrucción y la mudanza–, para acunarnos por un lapso brevísimo (durante el cual, no obstante, desaparece el tiempo), en el regazo mullido de la eternidad, semejante concepción, repito, de una u otra forma, con pugnaz insistencia, se hará presente en los momentos culminantes de la obra de Mieses Burgos.

La poesía convierte al poeta en visionario; pero la visión de ese originario trasfondo de donde todo proviene y a donde todo retorna no se da sin la angustiante constatación de la miserable, ínfima, efímera y desahuciada condición del hombre. Porque el Absoluto cuya contemplación el poema obsequia a su creador lo deja, luego del portentoso paréntesis contemplativo que borra por un instante la obstinada multiplicidad del mundo y la opaca presencia de la otredad, más desvalido y humillado que nunca.

Tal es el precio altísimo que la existencia cobra a quien es capaz de divisar lo que el grueso de la gente no ve. Pero esa deuda, por mor de la belleza, siempre estará el poeta dispuesto a amortizarla, cosa de poder abrevar en la fuente de vida originaria y así declarar con la humildad altiva del iluminado:

Pero ahora ya sé
de las formas distintas
Que preceden al ojo
de la carne que mira,
Y hasta puedo decir
por qué caen de rodillas,
En las ojeras largas
que circundan la noche,
Las diluidas sombras
de los pájaros.

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