¡Freddy, todos somos dolientes!

¡Freddy, todos somos dolientes!

Cuando el más talentoso y versátil de los artistas dominicanos, Freddy Beras Goico, me propuso participar junto a él, Socorro Castellanos y Francis Santana, en el programa Punto Final, que iniciaría próximamente, sentí miedo.

Un temor normal en todo aquel a quien se le ofrezca la oportunidad de laborar junto a un auténtico monstruo sagrado de la escena, en todas sus vertientes.

-Debes saber- me dijo al manifestarle mi inquietud- que habrá gente a quien no le gustes tú, Socorro, o yo, porque los hay que no me resisten siquiera en un comercial.

Pero su fallecimiento provocó la más rotunda demostración de que estaba totalmente equivocado en esa última apreciación.Quienes me hablan sobre ese infausto acontecimiento lo hacen con voz entrecortada, mirada triste, y en ocasiones con ojos inundados de lágrimas. Porque Freddy unió en su persona genialidad artística, inmensa vocación de servicio, aversión instintiva y en ocasiones colérica frente a las injusticias, amor entrañable por su país, y amalgama de modestia y timidez  ante los merecidos reconocimientos obtenidos.En los días finales de su fructífera existencia pidió que lo recordaran con una sonrisa, y por eso relataré dos situaciones jocosas de su abundante anecdotario.

Una dama me telefoneó pidiéndome que hablara con Freddy para  que llevara a su programa El gordo de la semana a su padre, creador de un medicamento que curaba la calvicie masculina.

Como la señora me ofreció todos sus datos, insistí ante el seibano ilustre para que complaciera su petición.

-Usa el producto-dijo- y cuando luzcas un abundante moñerío, hacemos un segmento en el programa contigo y ese señor, bajo el título: un milagro capilar.

Relataba Freddy que cuando ofrecía alguna charla, y el presentador se extendía en elogios desmesurados sobre él, recordaba la situación que se produjo en una funeraria durante el velatorio de un hombre carente de renombre.

Al lugar se presentó un amigo, residente desde hacía varios  años en Nueva York y realizaba su primera visita al pais.

-Estás ahí- exclamó en alta voz, señalando el sarcófago- tú, que nunca mortificaste a tu esposa con amoríos en la calle, que fuiste padre ejemplar, que no tuviste problemas con bebidas alcohólicas, que jamás te agarró el amanecer fuera de tu hogar.

El recién llegado siguió prodigando elogios al difunto, y entonces la viuda susurró al oido a una de sus hijas:

– Asómate con disimulo al ataud, para que verifiques si es tu padre quien está dentro.

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