El Fuerte de la Navidad fue el primer establecimiento europeo en nuestra tierra, construido con los restos de la Santa María, que encalló el 25 de diciembre. Mientras Colón regresaba a España a dar noticia de su descubrimiento, un grupo de asentados se amotinó contra sus jefes, matando algunos de sus compañeros, saqueando las provisiones del fuerte, mientras otros se dedicaron a arrebatar las mujeres y las posesiones a los nativos. Los caciques Caonabo y Mairení vinieron contra el fuerte y degollaron y quemaron a casi todos los que allí estaban. El estupro a las mujeres nativas marca el nacimiento de la nueva raza, huérfana de padre, con sentimiento de separación del padre malo, el español violador y esclavizador de los indios.
Lo ocurrido durante los siglos siguientes abonó fuertemente nuestro sentido de orfandad paterna, tanto con la mezcla de indios y españoles, como en la de estos con africanos. Que fue siempre mezcla de culturas, pero sobre todo de pobrezas, ignorancias y abandonos. De allí surgió nuestra dificultad de aceptar al Estado, las instituciones y otras figuras de autoridad, como el padre, y a Dios, como un padre bueno; y el obstáculo de una separatidad virtualmente insalvable con Él (no solamente). Lo cual genera una angustia existencial y una alienación imposibles de superar sin conciliarnos con el padre genérico, con el Estado-sociedad y con Dios Padre.
De ahí, los hombres dominicanos probablemente hayamos desarrollado un complejo de Edipo, no necesariamente en el total sentido freudiano, pero sí de gran apego emocional a la mamá. Lo cual es reforzado por una estructura de clase y ocupacional, que inhibe a las mayorías del acceso al matrimonio y a la vida estable de pareja, siendo responsable de que, en la actualidad, más de una tercera parte de los hogares estén a cargo de mujeres. Si a ello se añade que el Estado ha sido alienador y opresor de las clases bajas, podemos derivar de allí muchas conductas violentas y anti sociales del varón dominicano. Por ejemplo, nuestro famoso pesimismo, el machismo, el tigueraje, la violencia y la corrupción, que tienen en ello sus raíces históricas y culturales.
También son dignas de interés la santería y la religiosidad popular. Los esclavos africanos adoptaron santos católicos para adorar sus deidades sin ser castigados por herejía; la preferencia de la Virgen y de las santas como figuras dulces y tolerantes, en lugar de Jesús y el Dios padre, tenido éste último, como severo y castigador. Desafortunadamente, no tuvimos la suerte de alemanes y suizos, a quienes la lectura del Antiguo Testamento y la Reforma Protestante les elevó el estatus a ciudadanos de primera clase, por ser hijos de un Dios que no diferencia personas; privilegio que antes solamente era para nobles y sacerdotes. Monseñor Ricardo Pittini, obispo destacado de la época de Trujillo, insistía en que la iglesia dominicana debía retornar de María a Cristo. Por ahí puede empezar nuestra liberación material, psicológica y espiritual.