Fundamentalismo y democracia

Fundamentalismo y democracia

EDUARDO JORGE PRATS
No hay cosa que haga más daño a la democracia que el fundamentalismo. Como bien afirma el periodista Juan Luis Cebrián, «mientras el fundamentalismo tiene por referencia última la verdad, revelada por Dios o establecida por los hombres, la democracia es un régimen que huye de las doctrinas y se construye sobre opiniones (…)

La regla de la mayoría no concede en ningún caso el conocimiento de la verdad, sino la legitimidad y el derecho para gobernar a un conjunto de individuos (…) La democracia se basa en el consenso social que es, por su propia condición, mudable (…) La democracia vive del consenso, de hecho constituye un método para conseguir éste, y no puede permitirse el lujo de exclusión alguna, fuera de las establecidas por la ley».

Tomemos el caso del fundamentalismo religioso y su posición respecto al aborto. Este cuestiona el derecho de la mujer a la autodeterminación, afirmándose que, cuando ella opta por el aborto, en realidad no decide acerca de sí misma sino que está decidiendo respecto a alguien diferente a quien le quita la vida. Ahora bien, ¿estamos seguros que el embrión es un «alguien» que merece una protección semejante a la de un ser humano al extremo de que se haga prevalecer su derecho a vivir incluso por encima del derecho a la vida de la madre?

Curiosamente el fundamentalismo que se queja de la inhumanidad de la ciencia acude a ésta cuando funda en la autoridad de la investigación científica la corrección de su postura teológica. Pero lo cierto es que nadie hoy, basándose estrictamente en la razón científica, puede afirmar con certeza cuando un embrión se convierte en persona. Es más, hay teólogos católicos como el alemán Eugen Drewermann que opinan que «un feto humano todavía no es un ser humano (…) Es verdad que, biológicamente, todo se encuentra ya en la célula fecundada y todo lo que después está llamado a desarrollarse se forma a partir de esta base. Y, sin embargo, no se puede sostener que haya ya una forma definitiva de vida, que hubiere que proteger por encima de todo como derecho fundamental».

Como la cuestión es científicamente controvertida, no hay manera de convencer a nadie sobre la respuesta correcta, al margen de sus personales creencias. Pero si se responde al problema mediante un acto de fe, al margen de la razón, entonces cualquier respuesta es tan legítima como otra y se cierra la posibilidad del diálogo entre creyentes y no creyentes. Ese es precisamente el cortocircuito que origina el fundamentalismo al asumir la «defensa de la vida» y catalogar de «asesinos» a todos quienes defienden el derecho a la autodeterminación de la mujer.

Este fundamentalismo es inaceptable aún para los que somos cristianos y católicos. No porque la interrupción del embarazo sea moralmente indiferente sino porque, como nos recuerda el teólogo católico suizo Hans Kung, no se puede imaginar «que Jesús, que acusó a los fariseos de cargar sobre los hombros de la gente fardos insoportables, declarase hoy pecado mortal toda interrupción ‘artificial’ del embarazo». Ya lo dice el sacerdote católico francés Jacques Gaillot, «la tarea de la Iglesia es caminar humildemente con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, acogerlos, escucharlos, oponiéndose a que se les aplaste. Si la misma Iglesia multiplica a los marginados al culpabilizar sus conciencias, ¿a dónde vamos?».

El Código Penal, en relación al aborto, tiene que ser razonable, es decir justo y útil, como exige la Constitución (Artículo 8.5). Esa razonabilidad constitucional se establece en relación a lo que la comunidad entiende como razonable, ya que, tal como sostiene Joseph Ratzinger en su magnífica obra «Fe, verdad y tolerancia», «en realidad, el ordenamiento absolutamente ideal de las cosas, un ordenamiento totalmente recto, no existirá nunca (…) Podremos establecer ordenamientos que serán únicamente relativos; esos ordenamientos tendrán su razón de ser sólo en sentido relativo, y únicamente así serán justos». Esa es precisamente la esencia de la democracia constitucional liberal, la que, para decirlo con el filósofo alemán Jünger Habermas, «impone a los creyentes la carga de soportar la secularización del saber y las aceptaciones plurales del mundo sin perjuicio para sus propias verdades de fe».

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