Galope sin cese

Galope sin cese

VLADIMIR VELÁZQUEZ MATOS
En estos días el mundo de la cultura está conmemorando un singular efeméride que enaltece a los más de 400 millones de quienes con orgullo hablamos español, y por ende, de los que estamos culturalmente cobijados bajo el rico acervo de la madre patria, España, con todas las cosas buenas y las malas que el proceso de conquista y colonización trajo consigo, pero que, en el caso de la lengua, insistimos, fue el más grande aporte de la metrópoli imperial, hermanando hoy a casi todo un continente (incluyendo a los EUA, donde la primera minoría actualmente es la de los hispanos, aunque no lo quiera admitir la xenófoba actitud de un Huntington y compinches), y cuya literatura, tanto en poesía como en prosa en los más variados géneros, nuestra lengua ha aportado al mundo inmortales creaciones, siendo la más señera, según los más connotados estudiosos y escritores de todas partes desde que salieron a la luz sus primeras ediciones, el asombroso personaje que más se ha traducido en las numerosas lenguas que existen en el planeta, casi tanto como la Biblia, es decir, al caballero de escasas y secas carnes que cabalga sobre su también famélico rocín, quien en compañía de su vulgar y barrigudo escudero, se desplazan por la Mancha para remediar toda clase de entuertos, combatir a imaginarios gigantes o a defender la honra de hermosas doncellas como Dulcinea: tal es el inmortal e ingenioso hidalgo, Don Quijote de la Mancha.

Y es que con esta inconmensurable obra maestra, obra sin parangón e infinita en interpretaciones, tantas como lectores haya, y que encumbró en el cenit de la inmortalidad a un humilde y semioscuro escritor para sus contemporáneos como lo fue Miguel de Cervantes, se inaugura lo que es la novela moderna, con toda esa serie de profundas implicaciones simbólicas, psicológicas, sociológicas, y porqué no, hasta ontológicas, que en el momento de su aparición, este género contrario a otros, como lo es el teatro o la poesía, no había llegado a su plena madurez, pero con la obra de Cervantes, por primera vez, el creador literario se aventura por esos difíciles territorios de la narración en donde lo esencial no es lo que se vive sino lo que se cree vivir, burlándose el aparente libro de caballería de su propio género, al ir más lejos y convertirse en una especie de meta libro, en donde el mundo de irrealidad del caballero de la triste invade la realidad de los demás, y quizás hasta del propio lector, creando su autor uno de los símbolos supremos del auténtico buscador de la libertad, la justicia y la verdad contenida en la fantasía, en los mundos de la imaginación, que es la encarnación de ese impenitente soñador errante que lanza en ristre y herrumbrosa armadura con yelmo protector de su escuálida figura, pretendía, con el honor y dignidad de los caballeros de antaño, la misma que había asimilado su enfebrecida mente a través de la ficción literaria, al mundo enderezar.

Han pasado 4 siglos, como hemos dicho, y la pícara hilaridad de muchos de sus pasajes, conjuntamente con otros de patéticos sinsabores, y el ingenioso hidalgo sigue incólume, sin jamás mermar su señorial galope, sino todo lo contrario, iluminando con su virtud a nuestra imaginación, como si de verdad el ingenioso hidalgo hubiese existido en carne y hueso.

Cervantes junto con su contemporáneo exacto, el bardo inglés William Shakespeare, siguen al día de hoy, en estos tiempos de antivalores y carencia absoluta de ideales, de utopías, más vigentes que nunca, puesto que esas criaturas literarias, «artístas», gestadas por el misterio del genio y el talento, nos hablarán siempre en tiempo presente de lo que somos los seres humanos, sin importar que seamos ricos o pobres, cultos o ignorantes, creyentes o ateos, honrados o bandidos, puesto que todos somos esencialmente lo mismo, entes volubles e imperfectos que podemos aspirar a un mundo mejor, siempre y cuando dejemos espacio a un poco de la bella locura del desgarbado y anacrónico caballero andante, Alonso Quijano, Don Quijote, allende la Mancha de un lugar que no me quiero acordar.

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