Gandhi, la victoria del gran predicador

Gandhi, la victoria del gran predicador

POR ANA GABRIELA ROJAS/EL PAÍS
La estación de trenes de Nueva Delhi huele a vida. Vida pura y elemental. Las esencias del alimento, la tierra, la humedad, el sudor, los detritus de seres humanos y animales se condensan en el aire invadiendo las fosas nasales. La vida también golpea por los ojos. En los largos andenes se es testigo del ajetreo humano por antonomasia, con más colores que la paleta del mejor pintor, con más olores que el olfato supiera que existiesen.

Aunque se afirma que cada vez son más los ciudadanos de este país que adoptan la vestimenta occidental, los turbantes, las interminables barbas, los saris, los velos, los atuendos naranja brillante con los que se tocan los sadus, u hombres sabios, y las cabezas rapadas de los monjes budistas siguen ordenando el paisaje. Éste es uno de los lugares del mundo donde más personas logran abarrotar cada metro cuadrado. Es imposible no verse empujado por uno de tantos tardones que intenta subirse a un tren que se dispone a partir, o no tropezar con uno de tantos bultos humanos que parecen esperar sentados el fin de la eternidad. Hay puestos de comida por todos lados, y los destartalados trenes no descansan más que para que los viajeros reposten una vez y otra de densa humanidad sus atestados vagones.

Ante este pandemónium es difícil volar con la imaginación para recrear las incontables ocasiones que el Mahatma Ghandi pasó por aquí. Y se podría decir que por cada una de las estaciones de trenes de India, en donde este ajetreo se repite. Son casi siempre parte central de la vida de los pueblos y de las ciudades. «Abre tus oídos, pero mantén tu boca cerrada durante un año. Viaja por India y después sabrás qué hacer». Gandhi, que ya había pensado en recorrer el subcontinente, aceptó este consejo al poco tiempo de regresar en 1915 de un largo exilio en Suráfrica y Gran Bretaña. Se lo dio su gurú político, Gopal Krishna Gokhale, que había comenzado el combate contra la dominación británica.

En India pocos sabían de Gandhi, ese abogado formado en Londres que había luchado contra el apartheid en Suráfrica, colonia austral de la corona. Gandhi tampoco sabía gran cosa del país cuya independencia iba a liderar. «Fue viajando como conoció su país. Las grandes distancias las hacía siempre en tren. Quería convivir con la gente sencilla, saber qué pensaba, y ser uno de ellos», cuenta en su caminata vespertina Tara Gandhi Bhattacharjee, la única de los ocho nietos del Mahatma que reside en Nueva Delhi. Los otros siete se reparten por la extensa geografía de la India o viven en Estados Unidos.

Viviendo y trabajando con las gentes de las más humildes y apartadas aldeas, conoció y compartió las necesidades y forma de vida de sus compatriotas.

Así es como se ganó el apelativo popular de Mahatma (alma grande, en hindi). Asumió la pobreza de la gran mayoría de sus paisanos, y como ellos se despojó de todo lo que le parecía innecesario. Nunca más calzaría zapatos, sino sandalias. Y se cubriría el cuerpo sólo de cintura para abajo con una burda tela. Si la gran mayoría de los hombres del campo podían vivir sin más, ¿por qué iba él a tener otras necesidades?

Gandhi siempre viajó en tercera clase, a excepción de una vez en que una inoportuna enfermedad se lo impidió. «Los pasajeros de tercera son tratados como ovejas», se queja en su autobiografía. En ella describe también un típico viaje en tren en la India de la época: los pasajeros tiran basura al piso del compartimiento, escupen en todas partes y gritan sin cesar.

En la estación de Nueva Delhi es imposible encontrar hoy un vagón que reconozca ser de tercera clase. La identificación, políticamente correcta, es ahora «compartimentos generales». Pero las condiciones materiales no son mucho mejores de las que describe el padre de la independencia.

Bueno, ahora está prohibido fumar, pero el pasaje hace caso omiso de administrativos letreros. En la mayoría de los vagones hay bancos, por lo que, aunque bastante apretujados y bajo los 40 grados largos del verano en Delhi, los que han tenido la suerte de cara hasta pueden ir sentados. Los demás van de pie o desparramados sobre el piso. Pero ya no se puede viajar en el techo del tren, como vemos en viejos filmes que retratan los tiempos anteriores a la independencia.

El ferrocarril era entonces una imagen íntimamente asociada a la vida del Mahatma. Expulsado por la fuerza de un vagón de primera clase en Suráfrica porque no era blanco, en ese momento fue cuando cobró conciencia de lo que era la desigualdad del racismo.

Por eso surgió en su mente la idea de la «resistencia pacífica», que llamaría Satyagraha, que en sánscrito viene a ser algo así como «asir la verdad», y que definiría como «firmeza para una buena causa». Con este programa comenzó a enseñar al pueblo cómo hacer frente a la injusticia, aun arrostrando el propio sufrimiento, pero sin recurrir jamás a la violencia.

Y quien supo hacer de la no violencia el camino hacia la liberación de un subcontinente, mal podía imaginar que el 60 aniversario de su gran triunfo se festejaría con el cuarto Ejército más grande del mundo y un acuerdo de desarrollo de un programa nuclear con Estados Unidos.Tara Gandhi tiene entre sus recuerdos favoritos los viajes en tren con su abuelo, que murió en 1948 cuando ella sólo había cumplido 14 años. «Íbamos siempre cantando o jugando. A mí me sorprende que ahora no se hable mucho del buen humor que tenía. A pesar de que se enfrentaba a problemas gigantescos, sabía cómo vivir, y siempre conservaba la alegría».

Tara, que ahora es vicepresidenta de Gandhi Smriti, una asociación para la difusión del pensamiento del Mahatma, no se deja fotografiar afirmando que está desaliñada porque ha pasado una enfermedad. ¿Y cuáles fueron los grandes hitos de los viajes de Gandhi? «Todos. Aprendía en cada lugar y decía que no había que pensar en uno solo. Estuvo en casi toda India. No conozco ninguna aldea en la que Gandhi no haya estado», cuenta Tara. Y en ello coinciden los expertos consultados, aunque no hay registro alguno que documente los infinitos itinerarios del Mahatma.

De lo que sí hay constancia es de que donde vivió más tiempo fue en Ashram, en la población de Ahmedabad, entonces capital de su Estado natal, Gujarat. En ese Ashram o comuna que fundó en las orillas del río Sabarmati, Mahatma hacía «sus experimentos con la verdad». Convivía con sus discípulos y ellos producían todo lo que necesitaban para el sustento diario. La idea era que, para evitar la explotación, cada aldea debería ser autosuficiente. Así vivió 13 años, hasta que de allí partió en la Marcha de Dandi, en uno de los momentos más emblemáticos del movimiento de desobediencia civil.

Gandhi recorrió a pie los 385 kilómetros desde su Ashram hasta el pequeño poblado costero de Dandi. En una salina tomó un puñado de arena para convertirla en sal. Ésa fue su protesta contra el impuesto sobre la sal que había establecido Gran Bretaña, y que consideraba terriblemente injusto. «Después del aire y el agua, la sal es tal vez la mas grande necesidad de la vida. Es el único condimento de los pobres. El impuesto a este artículo es el más inhumano». Así escribió en el periódico que publicaba antes de partir hacia el océano.

Una ingente y desordenada multitud le siguió hasta la costa para hacer como su líder el gesto ritual para convertir la arena de la playa en sal. Y la escena se repitió en todos los rincones del país. Aunque él y miles de sus seguidores fueron encarcelados, logró que el indio común se identificara con el movimiento contra la corona británica que hasta entonces había estado monopolizado por la elite, la gente con educación, y liderado por los barones del Partido del Congreso.

La marcha también hizo que Gandhi y su resistencia pacífica se conocieran en todo el mundo. La revista Time, que en un principio se mostraba incrédula de que un hombre de apariencia tan frágil pudiese siquiera caminar todos esos kilómetros hasta el mar, terminó por dar a Gandhi la distinción de hombre del año en 1930.

Cuando partió hacia el mar, Gandhi prometió no volver a su Ashram hasta que India lograra la independencia. Aunque sí llegó a ver la retirada de los británicos, nunca pudo regresar a Ahmedabad porque fue asesinado en enero de 1948, sólo unos meses después de que naciera el nuevo Estado.

El 15 de agosto de 1947, y en gran parte por la acción de Gandhi contra los ocupantes, Jawaharlal Nehru podía pronunciar el discurso de proclamación de la independencia como primer ministro. Hablaba desde el Fuerte Rojo, una impresionante fortaleza del tiempo del Imperio mongol en la ciudad vieja de Delhi. Allí, rodeando el monumento que el mes pasado fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, miles de personas aclamaron al padre de la patria.

Pero Gandhi no lo celebró. Todo lo contrario, ayunaba. La libertad por la que había peleado tanto había llegado a un precio inaceptable. La independencia también significaba partición. Pakistán era la dote para la independencia de los musulmanes, que no se sentían representados por el Partido del Congreso. El último año había estado marcado por continuos enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, contra lo que nada pudo hacer Gandhi, y se saldaron con cientos de miles de muertos en cataclísmicos desórdenes civiles.

Gandhi fue asesinado sólo cinco meses después. Un joven llamado Nathuram Godse se acercó a él cuando se dirigía al lugar en que practicaba sus rezos diarios en Nueva Delhi. Y después de tocarle los pies en señal de reverencia le hizo varios disparos a quemarropa. El suceso conmovió al mundo entero, y uno de los más sentidos pésames fue de Einstein. El parricida aseguró después que lo hizo porque Gandhi «había complacido constantemente a los musulmanes».

El lugar donde el Mahatma murió y pasó sus últimos días es ahora el Museo Birla House, uno de los más modernos de la India. Al lado de las proyecciones y un sinfín de actividades interactivas está la rueca con la que Bapu, como le llamaban sus compatriotas, hilaba su propia ropa. Y así exhortaba a que no se importara ropa hecha de algodón indio pero confeccionada en Gran Bretaña a precios abusivos. La rueca simbolizaba también una forma de dar trabajo a los más pobres. Ahora, todavía muchos políticos indios usan ropa hilada con rueca como símbolo nacionalista.

El lugar donde Gandhi murió asesinado se halla en pleno corazón de la entonces flamante Nueva Delhi, una ciudad construida a las órdenes del arquitecto británico sir Edwin Lutyens. Apenas hacía 17 años que la corona británica había transferido la capitalidad de Calcuta a la nueva villa y corte. Hoy, las imponentes construcciones de mármol que combinan de forma pintoresca la arquitectura clásica europea con la autóctona son sede de las dependencias del Gobierno.

Los fines de semana pasean por aquí las familias alrededor de la Puerta de la India, que rinde tributo a más de 70.000 soldados del país que murieron combatiendo por el Imperio británico. Frente a la histórica Puerta está el Rashtrapati Bhawan, o casa presidencial, a la que acaba de llegar la primera presidenta del país, la septuagenaria Pratibha Patil.

En este país en el que la discriminación a la mujer es cosa de cada día, las excepciones son de nota. El cargo con más poder en la política es de una mujer, Sonia Gandhi, que además ni siquiera es india, sino de origen italiano. Y una de las personas que durante más tiempo ha ejercido el poder fue Indira Gandhi, pese a apellido, sin parentesco alguno con el Mahatma.

«No se puede saber cómo hubiera evolucionado el movimiento de Independencia sin Gandhi, aunque su lucha por la igualdad y por el diálogo entre religiones fue vital para que India tuviera una Constitución secular y que se disminuyera la desigualdad del sistema de castas», dice en una entrevista la diputada nacional, Nórmala Despandhe.

De estar hoy vivo, «Gandhi diría que hemos logrado la libertad para gobernarnos, pero que cada uno debe seguir buscando su propia verdad», afirma su nieta Tara Gandhi.

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