Gangas y naciones

Gangas y naciones

Con la complicidad del silencio se expanden grupos juveniles que alteran el desenvolvimiento de muchas escuelas y pequeños colegios. En algunos barrios de Santo Domingo, los grupos aterran a personal administrativo y docente, e influyen de manera poderosa sobre los estudiantes. A esos grupos se les denominan gangas, pero los integrantes de las mismas prefieren llamarse «naciones», pues cada una constituye un clan con todas sus consecuencias.

Invito a la sociedad dominicana a ponerle coto a estos elusivos pero peligrosos movimientos. Sirven a amos desconocidos, que actúan a la sombra de una autoridad que perdió de vista el papel que juega como gestora del bien común. Son arietes de traficantes de toda laya, de corrompidos pederastas, y de criminales sin conciencia. A falta de una acción pública definida por sus propios atributos, cabe que las comunidades asuman el sentido que les es inherente.

Esos atributos los poseen, más que nadie, los padres. Hace años los docentes parecían emanar un tipo de poder que devenía de su vocación, sus conocimientos y su fuerza moral. Un docente despeinado y en chancletas, varón con argollas, y vestimenta abandonada, no conquista el aprecio de los alumnos. Por ellos se inicia el deterioro de la estructura del orden social, y por la fisura abierta penetran las agrupaciones de jóvenes desorientados. Ha llegado la hora de que los padres, reunidos en las asociaciones de padres de los centros escolares, pidan que los docentes reasuman una dignidad que han despedazado.

El viejo docente era exigente. Venía a sustituir la autoridad hogareña en las horas en que el muchacho les estaba asignado. Disciplinaba sin temor a sufrir persecuciones, pues gozaba de una especie de no declarada fe pública. Sus reglazos, lo mismo que otras formas de reprimenda al estudiante, contaban con la aceptación de los papás. Hoy creen los padres que crían ángeles, y sólo a las puertas de los choques emocionales, transfieren el malestar al medio que los rodea.

Porque tampoco son lo suficientemente responsables en la mayor parte de los casos, como para decirse que la permisividad hizo posible un individuo descocado. Nadie es capaz de efectuar una introspección y decirse que la laxitud fue fragua de la degeneración. Por el contrario, cuestionan a todo otro bicho viviente, en la seguridad de que la falta provino de los demás, y no de su incompetencia como padres.

Se impone, por tanto, que los componentes de esta célula germinal de las comunidades, recojan unas bridas que están sueltas desde hace tiempo. Necesario es que comiencen por volverse auténticos padres, y que, auspiciando una nueva generación de docentes, permitan que en la escuela no sólo se enseñen las letras, sino que se impulse la creación de la personalidad.

Al docente toca darse el lujo de adquirir el título de maestro. No porque éste sea concedido en un papel para colgarse en las paredes, sino porque discípulos admirados, padres agradecidos, empleen el vocablo para llamarlos. Aunque el hábito no hace al monje como dice añoso refrán, no está demás que comiencen por las apariencias aquellos que no la cuidan, y sigan por la captación y difusión de conocimientos. De esta conjunción surge esa autoridad perdida que debe retornar a las aulas.

Pero las gentes se agrupan no solamente para vivir en un territorio y privar de un gentilicio más o menos apetecible. Se agrupan también con el propósito de impulsarse mediante políticas desinteresadas capaces del bien común, y para protegerse. Cuando el grupo social es incapaz de ofrecer seguridad a sus integrantes, se sientan las bases de la disolución emocional, primer paso hacia el desprecio del gentilicio. Y la negación de la nacionalidad.

Por tanto, esa protección debe prodigarse en forma de seguridad para las comunidades como un todo y para los individuos como parte de éstas. Y harían bien quienes detentan los instrumentos de esa autoridad con echar un vistazo por escuelas públicas y algunos centros privados, en donde esa autoridad se cuestiona no en discursos, sino en hechos. Porque cuando una ganga puede sacar un joven del aula, o puede introducir a ésta el dislocamiento de múltiples maneras, es porque la seguridad no existe. Y ello es dable porque la autoridad se fue a pique.

Llegó la hora. Y con el mismo silencio siniestro con que están introduciéndose en muchos centros esas gangas y naciones, con ese mismo silencio, pero severo, deben ser erradicadas. Para bien de todos.

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