Carlos Marx tenía bastante razón respecto a la religión: Opio de pueblos, dijo. No se percató, empero, de que tanto poderosos como proletarios también fabrican instrumentos de dominación y autoengaño, a partir de cualquier cosa, preferentemente de la ciencia y la tecnología (medicina incluida). La enajenación ni la degeneración provienen principalmente de las religiones. Los ingleses usaron cañones para imponerles a los chinos el consumo de opio, enorme infamia que, por cierto, no la registró Borges en su recuento planetario.
A Marx, particularmente, también le dolía de las religiones, no solo que se utilizaran para adormecer a las masas, sino para perseguir a judíos como él y Freud, y a otros brillantes connacionales suyos, que solo encontraron alguna paz entre intelectuales, agnósticos y descreídos.
Pero aún gánsteres inteligentes han respetado la religión y la sacralidad de la familia. Saben que sin esos valores no hay seguridad para ellos ni sus hijos, en esta vida ni en la otra. “El Padrino II”, buscando paz al final de su carrera, se confesaba con un obispo italiano, y le contaba de su sorpresa al hallar tanta corrupción en negocios de Roma. El obispo le comentó: El problema no es solamente Roma; el cristianismo lleva dos mil años en Europa sin nunca haber alcanzado los corazones de los europeos.
Similarmente le ocurre a todo Occidente. Nuestros países llevan quinientos años en este afán y solo han sabido de Cristo de oídas, a menudo de segunda y tercera mano, enmarañado en intereses y supersticiones.
Increíblemente, absurdamente, tanto europeos como americanos han estado intentado desechar las bases psico-espirituales y éticas de nuestro ordenamiento social, institucional familiar e individual; precisamente, lo que nos ha aportado lo mejor que somos y tenemos. Alguien (agnóstico, creo) escribió recientemente, que ojalá que en las escuelas leyesen algo, aunque fuese la Biblia, por la fortuna del hábito de leer. Pero sería acaso mucho mejor, agregamos, no solo que se lea la Biblia, sino también marxismo, existencialismo, zen-budismo, islamismo, etcétera; con sentido crítico, para que los alumnos puedan elegir sabiendo lo que eligen. No lo que religiosos, legisladores, políticos o “intromisores” quieran enseñarles, sino todo, absolutamente. No dejarlos (abandonarlos) que elijan entre la ignorancia la absoluta y la nada, como advierte juiciosamente el sociólogo Etzioni. Los estudiantes deben poder, además, darse su propia cuenta sobre lo que muchos (aquí y allá) parecen torpemente asumir: que los valores nacen con el individuo, o se generan espontáneamente. (Sartre lo negaba).
Los valores son parte de nuestra cultura, la que hemos también aprehendido a través de nuestra “lengua materna”. Podríamos, en teoría sartriana, acaso construir valores nuevos y propios. Pero, seamos realistas: nuestras generaciones no producen más que degeneración.
Como parecía advertirnos el gran antropólogo Ralph Linton respecto a la cultura: Evitemos darla por tan natural que muchos ni siquiera se enteran de que esta existe…hasta que, como le suele ocurrir al pez, que solo se percata de que vivía en el agua cuando fatalmente lo han sacado… y no puede ya regresar a ella.