Garantía moral

Garantía moral

COSETTE ALVAREZ
Parecería que aun estamos en los lejanos tiempos en que «lo importante es la persona». Es lo único que se nos ocurre cuando escuchamos a un gerente de banco comercial decirnos que tienen acuerdos de financiamiento con algunas de las constructoras de un determinado proyecto, a cambio de garantías morales. Nos tomó tiempo caer en la cuenta de que, en realidad, la empresa dueña de los terrenos, los hipotecó, casualmente con ese banco, incluyendo las mejoras.

De manera que, las compañías y/o los profesionales que compraron porciones de tierra para construir casas o apartamentos y venderlos, así como los adquirientes de esos inmuebles, que son las mejoras del terreno, hemos invertido, mucho o poco, en los pagos iniciales de nuestras viviendas, tenemos la opción de saldar mediante préstamo «con garantía moral», y quedamos en alto riesgo de perderlo todo si la propietaria del terreno deja vencer la hipoteca. Así anda el próspero negocio inmobiliario en la República Dominicana.

Lo primero que cabe preguntar es cómo una empresa o una persona puede, al mismo tiempo, hipotecar y vender la misma propiedad o parte de ella. Ahí está el caso, por ejemplo, de unos constructores que saldaron una porción de terreno con la finalidad, por supuesto, de construir viviendas y venderlas. Al momento de solicitar su carta de saldo para proceder al deslinde de la tierra, les dijeron que había un error de equis número de metros en la mensura, lo que significaba un pago adicional de no sé cuántos dólares, pero que no tenían que pagarlos de una vez, sino cuando se rectificara el dato y se materializara el deslinde correcto y, claro, sólo entonces recibirían la carta de saldo. ¿No les huele a táctica dilatoria?

En relación a los bancos, no hay mucho que averiguar. Prestan dinero por la hipoteca de un terreno que cada día vale más. Tanto, que no hay objeción para cancelar una hipoteca y reenganchar con una de mayor monto, sobre todo cuando la tierra, que adquiere plusvalía de todas maneras, es subida de categoría mediante urbanización o declaración formal, oficial, de zona comercial, turística, residencial, lo que sea. Si encima de eso, amparados por la ley, incluyen las mejoras existentes o por existir, el negocio es que no les paguen el préstamo. «La casa pierde y se ríe.»

Entonces, no es de extrañar que el banco preste con lo que se atreven a llamar garantía moral. Empezando con que el banco es dueño potencial de la tierra y sus mejoras, al momento de ejecutar un embargo, ya los adquirientes de las porciones de tierra y también los adquirientes de las mejoras son deudores de esa hipoteca, así que ahí quedamos todos, debiendo dos veces: el préstamo que tomamos con la «garantía moral» y la deuda que heredamos de los dueños de la tierra.

Encima, obligados a carabina a financiar con ese banco en particular, a la tasa de interés del mismo, e imposibilitados de traspasar o revender nuestro inmueble, por falta de títulos de propiedad. A pesar de que el código civil indica que para rescindir un contrato de compra y venta quien recibió el dinero debe devolver el doble e indemnizar por daños y perjuicios, los contratos especifican que si la rescisión es iniciativa de la vendedora, devuelven la suma pagada más el diez por ciento; si la iniciativa es del comprador, la suma pagada, incluso en pagos parciales, menos el diez por ciento.

Es un dolor de cabeza por dondequiera que se le mire. Ese derecho civil, constitucional, que es la vivienda, es uno de los mayores mitos de nuestro Estado. La inversión inmobiliaria en la República Dominicana es demasiado arriesgada para quien no consigue el dinero jugando Bingo ni vendiendo drogas, ni tiene la capacidad ni los instintos necesarios para ajustar cuentas por sus propios medios, mejor dicho, sus propias armas.

Supe de un constructor de familia, llamémosla ilustre, que vendió, en los planos, los apartamentos de un proyecto en uno de «los mejores barrios de la capital». En vez de liberar la hipoteca del terreno a medida que le iban pagando las viviendas en construcción, utilizó el dinero para otras, digamos, necesidades. Conste, los vendió todos, menos uno. No conforme, mucho antes de la crisis económica, paralizó las obras, por lo que, al llegar la crisis, le resultó imposible reiniciarlas, y ni soñar con terminarlas.

Naturalmente, el banco embargó. Para suerte del constructor, los adquirientes estaban en condiciones de hacer una inversión adicional que les permitió liberar la hipoteca y, para su desgracia, tuvieron el tino de sacar los títulos de propiedad de los apartamentos a nombre de una asociación que constituyeron, evitando así que otros acreedores, por ejemplo suplidores de materiales de construcción a quienes el profesional empresario pudiera deber, no tuvieran acceso a un procedimiento similar al del banco.

Las historias abundan. Hay otro grupo de adquirientes, aquí en la capital, que logró encarcelar al constructor de un residencial, que hizo lo mismo que el anterior. Sin embargo, la prisión de este individuo no les ha devuelto su inversión ni los ha redimido del compromiso que les dejó con el banco y que este grupo de estafados no está tan dispuesto a honrar como el de los párrafos de arriba.

Hemos acogido con tanta naturalidad el hecho de que la corrupción y la delincuencia son los únicos accesos directos y seguros al dinero, que nos sentimos a menos cuando no nos dan la oportunidad que han tenido y tienen otros. Nuestro propio sistema judicial, las acciones policiales y buena parte de los medios de comunicación se ocupan meticulosamente de que solamente conozcamos, como delincuentes, las caras de los pobres y de los funcionarios del gobierno anterior, cada uno en su turno. Más nadie. (Al darme cuenta de que poseo las dos condiciones, me siento vulnerable.)

Ni la ley de la selva, ni andar siempre con el cuchillo de Tarzán en la boca nos evita las inmundicias en medio de las cuales vivimos. Pero esperemos, que «tanto brinca el abejón de flor en flor, que termina posado en un mojón.»

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