Gaza o la otra Nakba

Gaza o la otra Nakba

Las masacres del pasado, aún frescas en la memoria, fueron para las víctimas un presente de horror. Las del presente, vivas y vistas en tiempo real, son el horror del aquí y el ahora. El horror del presente es infernal. La guerra de Israel contra Hamás no es tal: es la guerra de Israel contra el pueblo de Gaza, contra todo el pueblo palestino, de Gaza y de Cisjordania. Ni siquiera puede llamarse propiamente “guerra”: es castigo colectivo, limpieza étnica, carnicería, matanza en masa de civiles inocentes -niños, mujeres, ancianos. El Estado de Israel no sólo roba: también mata. No solo mata: también miente.

Miente descaradamente ante sus ciudadanos y ante el mundo entero, miente como respira y mentir le sale natural porque todo su ser descansa en la mentira más vil. Su “derecho a existir” equivale al no-derecho del otro a existir.

Este genocidio no empezó con el ataque de Hamás del 7 de octubre de 2023. Tiene ya 75 largos años, lleva el sello infame de la Nakba, esa palabra árabe tan terrible como la historia misma que nombra aquella catástrofe que fue la expulsión forzada de cientos de miles de palestinos de sus hogares y sus tierras en el año 1948. La creación del Estado judío de Israel tiene como contrapartida fatal la tragedia de Palestina, una tragedia viva que se ha prolongado demasiado en el tiempo y que ya se inscribe en la historia de dos siglos sin que el “mundo civilizado” haya hecho absolutamente nada por remediarla.

Bertrand Russell escribió en una carta al final de su vida: “La tragedia del pueblo de Palestina es que su país fue entregado por una potencia extranjera a otro pueblo para la creación de un nuevo Estado”. Y así fue, porque Palestina ha sido víctima de las políticas de la historia moderna. Gran Bretaña y Naciones Unidas la repartieron, repartieron lo que no era suyo, repartieron tierra ajena. Llevaron a cabo la partición de la Palestina histórica para complacer la ambición del proyecto colonial sionista y de paso quitarse un enorme peso de encima. La vieja Europa, no Oriente Medio, tenía un “problema judío” y quiso resolverlo.

Quiso aliviarse de la pesada carga de su culpa hallando un “hogar nacional judío” para los sobrevivientes de la Shoá, del Holocausto nazi. Pero ese alivio europeo trajo un inmenso dolor ajeno. Los europeos (británicos a la cabeza) resolvieron un problema a costo de otros. Es más justo decir: resolvieron un problema y crearon otro, más duradero y doloroso en el tiempo. Las víctimas de todo ese desastre histórico fueron y siguen siendo los árabes de Palestina. ¿Por qué deben cargar los palestinos con culpas ajenas? ¿Por qué deben pagar por los crímenes de nazis y europeos contra los judíos de Europa?
La Gaza bombardeada, devastada y ensangrentada es un enclave costero palestino rodeado de Israel por todas partes. Lo sabemos: es una de las zonas de mayor densidad poblacional del planeta. En 365 kilómetros cuadrados y 45 kilómetros de longitud sobreviven poco más de dos millones de personas. La mitad de su población es joven y su promedio de vida bajo. Gaza es algo más pequeña que la provincia más pequeña de la República Dominicana: Hermanas Mirabal. Tan solo imaginemos por un momento a dos millones de personas viviendo en la antigua provincia de Salcedo. Asediada por aire, mar y tierra, bloqueada, colectivamente castigada por Israel desde la victoria electoral de Hamás en 2006, es la prisión a cielo abierto más grande del mundo. Poblada en su mayoría por descendientes de los refugiados y desplazados de la primera Nakba de 1948, Gaza vive hoy una segunda Nakba, acaso peor que aquella otra.

Todo genocidio empieza por el lenguaje. La intención genocida está ya en las declaraciones mismas de los tres principales gobernantes israelíes: su primer ministro, su presidente y su ministro de Defensa. Sus verdaderas intenciones las revelan los deslices freudianos de sus voceros y funcionarios: “No somos las víctimas” (ergo, somos los agresores), “no estamos atacando a nadie más que a civiles”, “Gaza debe ser borrada de la faz de la tierra”. Los palestinos son “animales humanos” que deben ser eliminados. Israel bombardea día y noche barrios, pueblos, casas, edificios de apartamentos, escuelas, hospitales, ambulancias, campos de refugiados, mezquitas, universidades, cualquier tipo de infraestructura civil. Israel siembra destrucción y muerte a su paso, asedia y asfixia provocando hambruna y enfermedad, cortando todo tipo de suministro (agua, luz, gas, alimentos, medicinas), impidiendo todo tipo de ayuda humanitaria. Israel viola el derecho internacional humanitario: obliga a la población civil a una evacuación forzada en veinticuatro horas, obliga al desplazamiento a cientos de miles de personas, les ordena marchar hacia “lugares seguros” y una vez allí las bombardea sin piedad. Todo esto tiene nombre y apellido en el derecho internacional: genocidio.

Los casi treinta mil civiles palestinos muertos en tres meses de genocidio son una cifra de infamia y horror. Los más de diez mil niños, los miles de mujeres y ancianos masacrados por los bombardeos criminales del Ejército israelí laceran en lo más profundo la conciencia de la humanidad. No son números fríos: son vidas humanas, personas con nombres y apellidos, con historias de vida, con sueños, tan dignas y valiosas como cualesquiera otras, y sólo pueden ser “animales humanos” para monstruosos asesinos.

Su asesinato en masa ha merecido el repudio y la condena universal, y provocado las mayores manifestaciones de la historia en favor de la causa palestina en todas partes, en todos los continentes, en las grandes ciudades y capitales del mundo. Israel ha convertido a Gaza en un enorme cementerio de niños y en una gran fosa común. Los miles de niños gazatíes asesinados condenan a Israel por toda la eternidad, lo condenan como Estado y como nación, condenan a sus gobernantes infanticidas y criminales de guerra. Para su desgracia, Israel está irremisiblemente perdido, condenado por todos sus crímenes y todas sus iniquidades. Y nada ni nadie lo puede salvar.

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