Mandela levanta en estos días sentimientos internacionales que nos llaman a reflexionar sobre la democracia en el mundo, desde la perspectiva del valor de la convivencia, tolerancia y perdón. Recordamos los años del apartheid y de la segregación en África del Sur, Europa todavía en los setenta no lograba llevar una política exterior coherente frente a los abusos del sistema político racial más radical de toda África: las luchas, las movilizaciones se hacían clamor de solidaridad en Francia, Italia, Inglaterra, pero no eran suficientes para definitivamente erradicar para siempre el sistema apartheid.
Se hacían conciertos de solidaridad y denuncia con el carisma de Miriam Makeba, Nina Simone, Johnny Gregg, y todas las voces que se unían para denunciar los abusos en los townchips de Johannesburgo. Todo esto fue necesario, justo, digno y ayudó a la toma de conciencia internacional.
Pero quien liberó África del Sur fue Mandela, hombre de una visión humana y política excepcionales, capaz de seguir el transcurso de la historia implicándose de lleno en el futuro fundado sobre el diálogo, la paz y el perdón.
Es increíble y grande pensar que un hombre que pasó dieciocho años en una celda penitenciaria, apartado del mundo y de la vida, sea capaz de volver con la sonrisa de la esperanza y los ojos de una inteligencia negociadora inigualable.
Los suyos lo esperaban con la exaltación y las emociones en vivo y sus verdugos acechaban el mínimo pliegue en lo previsto para entorpecer el proceso. Mandela se manejó con cautela y la habilidad de un gran estadista, como si desde su celda nunca hubiese cesado de batallar con los suyos. Durante su condena nunca dejó de leer, y de creer y creer en su liberación y en el triunfo de sus ideas, porque creía en su pueblo.
Mandela lo supo y lo siguió sabiendo durante todos los años de sus gobiernos. Pero también sabía que era inevitable el diálogo con el presidente De Clerk, que respondía a los intereses de los blancos, con los que había que sentarse para evitar la guerra civil racial. Inteligente y astuto, tuvo la sabiduría necesaria para esos momentos, dirigiéndose a su pueblo con la voz de la esperanza,y la firmeza del compromiso, evitando siempre que cualquier desacuerdo dentro de la A.N.C. llevara su proyecto de reconciliación al fracaso.
Hoy estamos en sus últimos suspiros de paz y sabemos que su partida se acerca, la noticia conmovió el mundo. Las movilizaciones en las puertas de la clínica, las concentraciones, los rezos, los cantos, los aplausos y las lágrimas de su pueblo, nos dicen que el Padre de África del Sur está en sus instantes de partida. Pero lo que nos dice este salmo internacional de homenajes y respeto es que el mundo entero está viendo que probablemente el más grande de los africanos del siglo veinte nos regaló la dignidad de la reconciliación y del perdón.
Con el perdón, pero no con el olvido, Mandela construyó la paz, con el perdón y sin violencia Mandela les dio la oportunidad a los blancos segregacionistas de revisarse, cuestionarse y obligarse a aceptar esta lección universal de democracia que la comunidad negra de África del Sur, conducida con honor, medida e inteligencia, supo ofrecer al mundo.
Debemos preservar de Mandela su fuerza intelectual y espiritual, así como su determinación y compromiso. Todos sabemos que muchos problemas no están resueltos en África del Sur, pues el país conoce que el paro laboral está muy señalado dentro de la comunidad negra. Los suburbios de Johannesburgo están arrebatados por la drogadicción, la prostitución, el Sida, la violencia delincuencial, pero dentro de todos estos fenómenos que se manifiestan en toda África y el planeta, los sudafricanos pueden organizarse en sindicatos, pueden protestar, condenar, criticar, reivindicar y ejercer sus derechos ciudadanos y sus responsabilidades.
Los artistas, los intelectuales y la juventud de las diversas etnias negras se expresan con libertad de expresión.
Mandela y sus gobiernos pusieron de pie el honor nacional.
Desde la liberación de Mandela han pasado casi treinta años, el mundo ha cambiado no solamente para los sudafricanos. Pero para todos, las crisis económicas, generadas por los derrumbes financieros, nos llevan a crisis sociales que impulsan la xenofobia, el rechazo, la intolerancia y el racismo. Los nacionalismos suben y matan, los inmigrantes son la carnada de todos los extremos nacionalistas y patrioteros.
Los tiempos nos indican que tenemos que mantenernos alertas y manejarnos con una cultura de paz y convivencia que nos permita que el mundo se divida entre los que viven gracias a un trabajo y los que sobreviven de la ayuda pública o humanitaria. La segregación moral y cultural no se ha detenido, Mandela nos dio el camino de la negociación insoslayable, del perdón sin olvido y de la esperanza responsable.
Mandela abrió una ventana enorme, nos toca llenar el horizonte de mucha paz.
Pero necesitamos muchos Mandela, muchos Martin Luther King, muchos Gandhi que nos sigan ayudando a crecer y a ir cada día más lejos con los demás y con nosotros mismos.
El clamor mundial que acompaña los últimos momentos de Mandela demuestra la necesidad que tiene el mundo entero de poder contar con hombres y mujeres de lucha y de paz, dos sustantivos que pueden convivir en las acciones de timoneros como Madiba.
Mandela nos señala un nuevo humanismo para el siglo veintiuno, forzado en la convivencia y en el perdón, es un llamado a luchar contra todas las ideologías que nos encierren en la exclusión y el racismo, ya no se trata de dividir el mundo, se trata de unirlo en sus diferencias, y crear los equilibrios entre divergencias y convergencias en un concierto donde triunfe la diversidad.
La grandeza de Mandela consistió y sigue consistiendo en haber sabido llevar al plano político y a la acción cultural y social los ideales de Martin Luther King, y decimos con firmeza que el sueño del Reverendo se materializó con Mandela. Ahora nos queda por mantener viva y activa esa llama de justicia y esa fuerza del perdón sin olvido.