Golpear en el yunque

Golpear en el yunque

En la estación de autobuses, impaciente, Tizol se despidió de su inesperado compañero de mesa. –¿A qué hora sale usted? –Dentro de cuarenta y cinco minutos. –Yo tengo que abordar ahora mismo. La llamada que recibí mientras desayunábamos era de mi oficina. –Espero volver a verlo en otra ocasión. –Para entonces quizás haya encontrado “vivienda secundaria en pueblo pequeño”. –Ojalá así sea. –Hasta luego. Estrechó la mano del español y subió al autobús. Ocupó uno de los primeros asientos, al lado de la ventana. El autobús salió lentamente de la estación. Podía ver por el enorme cristal todo lo que había delante de él.

Los automóviles pasaban junto al gigantesco autobús como tortugas disfrazadas de diversos colores. Las casas desfilaban ante los ojos de Tizol: de un sólo piso, de dos o tres plantas, grandes y pequeñas. Cerró los ojos; el zumbido monótono del motor adormilaba un poco. Ya en la carretera percibió árboles y lomas que se deslizaban cerca de su ventana. Sintió entonces que el chofer aminoraba la marcha. Un bache hizo balancear el vehículo y ya no volvió a cerrar los ojos. –Ya sé lo que haré en cuanto llegue a la ciudad, dijo para sí; le presentaré una proposición al señor Caperuzo e iré a visitar al herrero.

Una vez en su casa, Tizol soltó los zapatos, tiró el bolso de mano y fue derecho al refrigerador a servirse agua. Entró al baño y cuando salió de él estaba en calzoncillos. Se tendió en la cama, diciéndose: ya sé lo que haré mañana. –¿Con quién debo hablar primero? ¿Con Caperuzo o con Pirulo? ¿Con Edelmira o con Lolona? Sin haber apagado la luz de la cocina, Tizol durmió siete horas corridas.

Al día siguiente tomó café y se vistió a toda velocidad. Se dirigió sin pensarlo mucho a la calle Colibrí. Estacionó el carro en la esquina de la casa de la viuda Edelmira. Contempló la fachada de la vivienda pero no tocó el timbre. Era, ciertamente, una casa de aspecto agradable. –¿Dónde está el taller de herrería? preguntó a un niño que jugaba en la calle. –Es ahí; al doblar la esquina. Unos minutos después leyó el letrero metálico: “Traba-gancia”.

 

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