Goteras

Goteras

«Mi casa, por desgracia, es una casa, un suelo por ventura, donde vive con su inscripción mi cucharita amada, mi querido esqueleto ya sin letras, la navaja, un cigarro permanente. sus pobrezas, quiero decir, su oficio, algo que resbala del alma y cae al alma» César Vallejo

POR MIGUEL D. MENA

Para mí han sido tan inevitables como el sol o las piedras. Se abrirán un hueco donde nadie sospechará, caerán como pespunteando, rítmicamente, creando su territorio con la fuerza de su salpicar, tocando con su redondez y convirtiendo el resto en círculo, en humedad que podrá convertirse en pozo, estanque, hoyo, deslizamiento, barrida, caída, dolor.

En mi casa siempre hubo goteras.

Allá donde acababa la Ave. de la 17, convertida luego en Padre Castellanos, en el barrio de Gualey, ahora esfumado porque en su lugar se hizo la cabeza del puente Francisco de Rosario Sánchez, ahí estaba mi casa más lejana, y ahí comenzaron las goteras su ritornello casi infinito.

Han pasado todos los tipos de aguas y así siempre están ellas, puntuales.

Pienso que el agua nunca se ha ido del techo, que sólo está esperando un poco de viento y de que su enemigo el sol se oculte por un instante para desplegar sus líneas, sus rayas.

Las goteras en la calle Juana Saltitopa un día confluyeron con las aguas del ciclón Eloísa y mi casa fue arca sin Noé y con hoyos por todas partes. El agua comenzó a entrar por todas partes y cuando las camas ya flotaban y cuando ya ni mis tobillos ni mis rodillas se veían, se tuvo que subir algunas cajas al almario para que no todo se perdiese y a Dios que repartiera suerte.

En mi casa de la calle Barahona las goteras estaban un poco más lejos pero estaban. Techo de zinc, piso de tablas, las goteras lo tenían fácil por la cantidad de cosas caminando por el techo y la facilidad del hueco, los gatos siempre en celo de amor, algún vecino con sus deportivos quitar y poner alambres.

En la calle Dr. Betances no hubo más goteras. Vivíamos en una primera planta. Sí habían charcos, tierra roja entre las casas, descuidos consuetudinarios de los ingenieros y arquitectos porque para aquellos técnicos del balaguerismo años 70 lo importante era borrar los pedazos de Villa Francisca y meter a la gente en unos edificios que eran como cajas de pollo. Ahí piábamos. No había goteras, al menos en la primera planta, pero sí había barro y pisos que cuando llovía no se podían nunca acabar de limpiar.

Pasar de Villa Francisca a San Carlos fue como hacer de «Ahora que vuelvo, Ton», no un cuento o una asignatura pendiente en algún congreso sobre la dominicanidad, sino un drama del que nunca saldremos más. Ton siempre estará limpiando zapatos y Ton nunca sabrá quiénes seremos y posiblemente ni uno mismo llegue a saberlo porque el ser que se sentía se habrá esfumado y remachado como millones de goteras.

¡Ah las goteras! Hasta en San Carlos nos han perseguido.

El ciclón David hizo tambalear una y otra vez la casa. Todo el país se tambaleaba. Todos los ríos se desbordaban y el viento también parecía inflarle ingravidez a todo lo que encontraba en su derredor. Había tantas goteras que ya no alcanzaban los vasos, las poncheras, los cubos, la paciencia para que no se mojara la cama y las mesas y los enseres y hasta algunas cajas que por suerte se salvaron porque el plástico a veces le mete la mano a uno.

El ciclón George barrió  la mitad de la casa en la Jerónimo de Peña. No lo ví pero lo sufrí. Más que goteras, hubo ríos por dentro, cañadas, deslizamientos, la humedad que se fue anidando desde hacía veinte años al fin hizo su trabajo, porque pobre maderas esas que tanto soportan.

Noel, que no es ni un ciclón sino algo más sutil, una lluvia o marejada tropical, ha convocado de nuevo a las viejas amigas las goteras.

Ritmos que se van acelerando, ningún músico cerca, como U2 cuando estaba en Berlín, que hizo de los sonidos de los trenes en Zoologischer Garten un tema con el mismo nombre en el disco «Achtung».

Las goteras y sus salpicaduras, sus ecos devolviéndonos un poco de mar, de lluvia, de mareas, de mareos, de comenzar a guardar todo lo mínimamente valioso, de buscar jarros, poncheras, cubos, cubetas, todo lo posible como en un juego de «ahí están» y siempre nuevas goteras haciendo de la casa una gran exposición, como si estuviésemos en algún juego de «atrape las gotas y confórmese y sea feliz».

¡Ah las goteras, esas pequeñas demonias!

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