Goyito Un cuento inédito de Rafael Peralta Romero

Goyito Un cuento inédito de Rafael Peralta Romero

Todo quien lo vio se asombró de que un hombre caminara calle arriba y calle abajo tirando del lazo que ataba al pequeño mulo. Nunca se vio que un animal recién nacido fuera amarrado, sino que estos se mueven en torno a su madre, siempre a la espera de una oportunidad para chupar la teta.

-¿Qué pasa con el mulito, amigo?
-Bueno, que la mai murió de parto y lo estoy vendiendo, pues no lo puedo criar.
-Válgame Dios, pobre criatura, tan chiquito y huérfano. Pero, mire, amigo, pase por la esquina de Chachá, ahí es casi seguro que le encuentre venta.

Siguió esa recomendación y solo fue llegar al sitio recomendado para que el pichón de mulo fuera vendido.

Mi padre lo compró en atención a su inclinación a aprovechar oportunidades. Además se ilusionó con la idea de que su yegua prieta aceptaría como suyo el animalito desamparado. Y hasta cierto punto tuvo razón, pues la yegua no rechazó al pichón de mulo, que se pegó a ella cual si de verdad hubiese sido su mamá.

Solo un mal momento hubo de confrontar el mulito: ocurrió cuando acercó su hocico hacia las tetas de la madre adoptiva. La jaca emitió un relincho sofrenado y movió sus patas traseras hacia un lado. Hubiera bastado el rezongo emitido por ella, similar a gruñido de perro, para que el pequeño animal, llamado Goyito en recordación de su primer dueño, desistiera de probar leche materna, el alimento que correspondía a su edad.

Mi padre, en principio, le hizo tomar leche de vaca en una botella, además consiguió que un vecino aceptara que el mulito mamara de una yegua recién parida, abundante en leche, pero la bestia se resistió a ser nodriza de un extraño. “Jesús santísimo, como hay gente, hay animales”, se oyó decir, ante la negativa de la yegua.

En poco tiempo, mi padre dispuso alimentarlo con ramitas de yerba y cáscaras de guineos maduros, pero tanta ternura no podía durar mucho tiempo y Goyito fue dejado a su suerte en la búsqueda de su comida, y mal que bien la encontró, pues vivió y creció. Desde luego, lo del crecimiento encierra una contradicción, dado que Goyito alcanzó muy limitada alzada y su apariencia fue más de burro que de caballo, en franca negación de los genes de su madre que era, lejos de duda, una hembra de caballo.

Pero no solo su estatura negaba su condición caballar, peor que todo ocurría con su comportamiento, pues más que cualquier cría de asno, mostraba Goyito las actitudes propias de un borrico.

Así, encontrarse con una hembra equina desataba en Goyito una pasión desproporcionada y a seguidas desembolsaba su enorme instrumento de macho cerril sin tomar en cuenta que la bestia pretendida fuera jineteada o llevara las árganas llenas.


Más de una vez mi padre se llenó de vergüenza cuando en los caminos hacia o desde sus predios ocurrió que Goyito le marchara a otra montura con el fin de satisfacer su inmoderado apetito sexual.

En algunos casos, la hembra emprendía una carrera para evadir el pertinaz acoso de Goyito y casi siempre, la carga, del macho como de la hembra, perdió el orden y la compostura impuestos por el dueño de la cabalgadura.

En uno de esos trotes fue que, desde muy joven, perdió un ojo debido a la certera patada de una yegua que acudió a ese supremo recurso para deshacerse de los impulsivos reclamos del mulo perseguidor.

En realidad, mi padre estuvo satisfecho con la capacidad de trabajo de su pequeño mulo para el transporte de los frutos del campo. Lo compadecía por momento al recordar que Goyito no disfrutó el afecto y atención de su madre.”Madre, solo una”, decía.

La yegua prieta, admite mi padre, hizo lo que pudo, pero su trato hacia el pichón de mulo no fue comparable al de una madre. Eso razonaba mi padre, a quien en ocasiones el subconsciente traicionada y se le oyó referirse a Goyito como “el burro”, precisamente él que nunca gustó del asno como montura.

Quizá el momento más difícil que le ocasionara Goyito, lo vivió mi padre o lo sufrió, por mejor decir, aquella mañana cuando un hombre de nombre Emilito se presentó a nuestra casa solicitando que mi padre acudiera a la suya a contemplar el resultado de la última travesura del mulito. Allí, en el patio, al tronco de un naranjo, yacía la yegua de Emilito con sus órganos reproductivos internos tirados al suelo.

Goyito había roto sus amarras para presentarse donde esa hembra sin cita previa. Un profesor, que era hombre muy sobrio y de poco chancear, dijo algo relacionado con la preferencia de Goyito por las yeguas, como su madre. Nadie rio ni comentó la ocurrencia, luego entendimos que el profesor hizo referencia al complejo de Edipo. Pocos en el pueblo podían entender aquello.

Mi padre tuvo que firmar un acuerdo ante el juez de paz, mediante el cual se comprometía a pagar el valor de la yegua muerta, pero a precio de yegua viva, con el inicio de la cosecha de cacao, que era el eje sobre el que giraba su medio de subsistencia. Desde luego que lo cumplió, pues era de los que pesan los ruedos de los pantalones.

A partir de entonces, mi padre comprendió la necesidad de castrar a su mulo. Él no conocía la palabra testosterona, pero estaba convencido de que ese animal tenía algo adentro que no lo tenían los otros. Después de los efectos de la mordaza, a Goyito le bastaba con ver a las hembras con un solo ojo y no mostraba afán alguno. Su vida cambió, sin duda.

Luego aumentó mucho de peso y se fue poniendo lento su andar, mi padre consideró que estaba cansado y lo soltó durante un tiempo en la cerca.

Confiaba en que en tres semanas podría someterlo de nuevo a la faena. Goyito llegaba entonces a su media edad. Una mañana, mi padre entró al potrero y caminó buen trecho sin verlo, pero siguió buscando, hasta que al rato dio con su paradero.

Realmente un paradero, pues lo encontró tendido, con las patas tiesas como fusiles, sin que se supiese la causa de su deceso. Mi hermano dijo a mi padre que Goyito “estaba gordo, quizá murió por causa del corazón”. Mi padre solo respondió: “Puede ser, que en él se ensuelva”. Y se secó los ojos.

27 de abril de 2020

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