¡Gracias a Dios!

¡Gracias a Dios!

PEDRO GIL ITURBIDES
Hace poco leímos la noticia de que el gobierno de la República Dominicana llegó al límite de su capacidad de endeudamiento. Cuando nuestros ojos se posaron sobre el titular que publicó el periódico Hoy, quedamos abrumados de contento. ¡Qué felicidad! ¡Por fin tocamos fondo! ¡Ya no seguiremos

tomando prestado a diestra y siniestra para pagar otros empréstitos, cubrir obligaciones corrientes o efectuar inversiones que debíamos llevar a cabo con recursos propios! ¡Por fin!, nos repetimos satisfechos.

A seguidas comenzamos a leer la noticia, palabra por palabra, no porque quisiésemos deleitarnos en exceso, sino porque no sabemos leer de corrido.

Tenemos que leer, como la mayoría en estos tiempos, deletreando los fonemas y poniéndole el índice encima a cada letra. De manera que pudimos enterarnos que la deuda pública externa ronda los nueve mil millones de dólares. Dos mil millones de ellos corresponden a créditos en proceso de ejecución, y el valor restante a lo que ya dilapidamos.

¡Qué bien! A seguidas averigüé quién ofrecía la noticia. Se trataba del Secretario Técnico de la Presidencia, el ingeniero Temístocles Montás.

Indudablemente un sabio, me dije para mi coleto, a punto de compararlo con los sabios de Grecia. Me arrepentí a tiempo, sin embargo, pues supuse que lo tomaría a mal. ¿Cómo compararlo con aquellos sabios a él, sustancia y esencia de todo saber? Y eché para atrás ese pensamiento furtivo, solitario y fugaz. Frente a este razonamiento no caben comparaciones, me dije.

Hace tiempo que buena parte del pueblo sabía que las deudas limitaban la capacidad del gobierno para impulsar el progreso. Quienes con aviesas cavilaciones llegaban a este punto de vista no partían de indicadores y cifras relacionadas con la deuda pública, interna o externa. Sus elucubraciones resultaban de baladíes confrontaciones con una realidad

inocultable. Acudían a un hospital del Estado, del gobierno central o del seguro, y los médicos los invitaban a buscar curitas, grajeas y apósitos en las farmacias vecinas. ¡Aquí no hay nada!, les aseguraban.

Organizaciones como hospicios y asilos, rehabilitación de inválidos, y otras, han visto transcurrir períodos prolongados antes de recibir subsidios asignados. A caminos y carreteras comenzados en gestiones trasanteriores no le han vuelto a echar un gramo de cascajo. El anunciador de algún servicio o de alguna actividad gubernativa en espacios de radio y televisión, apilan sus facturas en la seguridad de que “algún día cobraré”.

Sistemas vitales de drenaje pluvial se mantienen inservibles porque el mantenimiento es precario debido a la falta de recursos.

Y de este modo, cada vez que un quebradero de cabeza se hacía presente en la vida de una persona, ésta echaba cuentas sobre el servicio de la deuda pública. Tanto de capital más tanto de intereses sobre mis costillas, se decía, recordándose que esos pagos salen de lo que pagamos de impuestos.

Juntaba estos valores inciertos e imprecisos con lo que traga la burocracia, más todo aquello que se dispendia o se sustrae. Y allá a lo lejos, en la punta de los entuertos, veía la curita que faltó en el hospital cuando requirió sus servicios. En todos los recovecos mentales con que el ciudadano insatisfecho buscaba explicarse las frustraciones, hallaba la deuda pública. Los medios de comunicación social, por su parte, espabilaban sus entendederas.

Cada título remarcaba que la deuda pública se tragará este año cerca del 40% de los ingresos públicos. O pasados unos meses volvía a leer que la deuda pública absorbió el treinta y queseyocuanto porciento de los ingresos públicos. Cuando las cuentas públicas salían a relucir en medio de las discusiones por un nuevo presupuesto, aparecían los numeritos. Cerca de

ochenta porciento se lo llevan los gastos corrientes, cerca del cuarenta porciento lo reclaman los acreedores. Y el pueblo, ¡qué espere, y que pague más tributos, porque todavía nos falta el 22% para cubrir las necesidades del Estado!

¡Las necesidades del Estado! ¡Pero si el Estado no necesita sino el cien porciento bien administrado de lo que percibe el gobierno como impuestos, para atender los requerimientos de la Nación! Pero el Estado es una abstracción sin dolientes. De manera que todos llegan y parten y reparten cuanto cobra el gobierno, olvidándose de las necesidades del pueblo. Y por eso ha sido más que necesario, imprescindible, endeudar al Estado, porque como éste no grita ni patalea, siempre podemos enredarlo. Y a falta de endeudamiento, ¡compensación! Esta otra es la palabra clave de la hora. Se quiere continuar expoliando y esquilmando al pueblo porque tocamos fondo ante los acreedores.

Pero no importa. A sabiendas de que se espera clavarnos los ijares con la compensación,  decimos ¡gracias a Dios que ya saben los funcionarios del gobierno, que no podemos tomar más dineros prestados en el exterior!

Porque, de aquí en adelante, salvo que nos condonen buena parte de los adeudos, todo nuevo préstamo sólo servirá para exprimir hasta la impotencia absoluta los bolsillos del contribuyente. Por vía del fisco nacional.

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