Fabio Rafael Fiallo
A decir verdad, como apunto en mi libro Final de ensueño en Santo Domingo (pp.317-320), el viraje de ciento ochenta grados en la interpretación de la responsabilidad del golpe de Estado de 1963 no fue la única ocasión en que Bosch dio muestras de una estratégica versatilidad. Lo hizo, por ejemplo, cuando, años después de haber enarbolado provechosamente el «Borrón y cuenta nueva», que le ayudó a ganar el apoyo de la maquinaria trujillista en las elecciones de 1962, promete un «paredón moral» para los responsables de la corrupción que reinó en nuestro país durante los mandatos presidenciales de Joaquín Balaguer. Lo hizo de nuevo cuando, después de declararse durante varias décadas abanderado de la democracia representativa, deja a un lado sus convicciones de otrora para proclamarse paladín de una dictadura con respaldo popular. Lo hizo una vez más cuando, después de haber anatematizado en la campaña electoral de 1962 a los grupos acaudalados de nuestro país, bautizándolos «tutumpotes», intenta en las elecciones de 1990 acercarse a esos mismos grupos, proponiendo en ese momento nada más y nada menos que…un plan de privatizaciones con todas las de la ley.
Todo político tiene derecho a adaptar su estrategia a las circunstancias del momento. Pero ese derecho no justifica emprender virajes abracadabrantes en asuntos fundamentales. Uno no puede proclamarse por largo firme defensor de la democracia representativa y luego, súbitamente, transformarse en el apóstol de una dictadura presuntamente inédita, aunque sea popular. Uno no puede convertirse en opositor convincente de la corrupción reinante en los primeros doce años del pos-trujillismo de Balaguer, cuando antes promovía un «Borrón y cuenta nueva» que lanzaba al olvido los crímenes y atropellos perpetrados durante la dictadura larga y sangrienta que nos sojuzgó. No se puede instigar la guerra de clases en un momento, y tratar a continuación de atraerse la simpatía de los mismos grupos sociales que hasta entonces uno había atiborrado de epítetos denigrantes. Uno no puede, por último, cambiar de culpable de un hecho político trascendental, como fue el nefasto golpe de Estado de 1963, con la misma facilidad con que se cambia de camisa, es decir, en función de la persona o entidad con quien uno quiere congraciarse o a quien uno intenta destruir en una coyuntura determinada. Esos procedimientos, esos virajes radicales, pueden quizás ser aceptados y provechosos en un plano político, pero no desde el punto de vista de la ética, la coherencia y la credibilidad.
Como dije en la primera parte de este artículo, explicaré posteriormente, a su debido tiempo, la actitud de mi abuelo Viriato Fiallo ante el hecho consumado del golpe de Estado (tema que abordo igualmente en mi libro «Final de ensueños en Santo Domingo»). Tampoco me privaré de analizar más tarde el papel activo e insidioso que en la denigración de mi abuelo han desempeñado, y siguen desempeñando, los reciclados del trujillismo. Habré también de consagrar múltiples artículos a la condenable intervención norteamericana que mancilló nuestra soberanía nacional. Reservo además para el final de esta serie mi propia opinión sobre las causas verdaderas del nefasto golpe, pues pienso que será entonces, y sólo entonces, cuando el lector estará en medida de comprender a cabalidad la interpretación que con él habré de compartir. Pero he deseado con este artículo hacer resaltar desde ya la necesidad de tomar conciencia de ciertas tergiversaciones e ideas prefabricadas que existen a propósito de la responsabilidad del golpe de Estado, ideas y tergiversaciones que, como he intentado demostrar aquí, han obedecido fundamentalmente a consideraciones tácticas y circunstanciales.
En el próximo artículo de la serie que estoy publicando en este prestigioso periódico a propósito de la Revolución de Abril, pretendo abordar la segunda cuestión clave tocante al nefasto golpe de Estado: ¿cuál era el medio más idóneo de salir del Triunvirato y restaurar la legitimidad constitucional en nuestro país? Hasta entonces.