Grillos silvestres para dormir

Grillos silvestres para dormir

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Caballeros, hoy deberíamos adelantar un gran trecho en la lectura del legajo recién abierto. El ministril vendrá muy tarde a levantar acta de la presencia de los testigos; tiene obligación de ir a otra notaría, donde pasará buena parte de la mañana. Tendremos libertad para comentar cualquier asunto que nos interese, sin extraños dentro de la oficina. Menocal hablaba con entusiasmo; todavía sin las gafas puestas, el brillo de los ojos delataba su curiosidad. – 

El doctor Ubrique tiene la palabra, dijo ceremonioso. Ladislao abrió la cubierta del documento y antes de comenzar a leer las «Memorias» se dirigió a los bayameses: –   me alegra mucho la buena disposición del licenciado Menocal. Leeré todo lo que pueda sin detenerme. Les anuncio que mañana no estaré con ustedes; voy a visitar el santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre. Prometí a Lidia que la llevaría a conocer la iglesia más querida por los cubanos. Desde luego, regresaremos a Santiago lo más pronto posible.

«Tengo todos los recuerdos juntos agolpados en mi memoria; hago esfuerzos por ponerlos en fila para poder contarlos ordenadamente. Pero no logro evitar que algunas imágenes del pasado se salgan de sitio y viajen conmigo a otro tiempo, a otro país que no le corresponde, como si se tratara de sueños disparatados. Estoy en el tren, con mi hermano pequeño; el guarda informa a los pasajeros que falta poco para llegar a la frontera con Austria; veo los ojos eléctricos del hombre bigotudo que usa una sortija parecida a la de mi padre. Pero mi padre no está con nosotros; el bigotudo, en cambio, sí está con nosotros. Nos ha servido bocadillos; ha ofrecido una navaja a mi hermano. Habla con seguridad y energía. Estoy agradecida por sus actos, consejos, explicaciones; y atemorizada por su presencia imponente. ¡Qué tipo tan extraño! ¿Viste de luto a causa de sus hijos muertos? ¿Tiene una esposa? ¿Cuál es su nombre? ¡Hasta la maleta de este hombre la tengo grabada en el cerebro!»

«Bajó del tren en Polonia, en la estación de Lodz; le vi alejarse con su maleta en la mano; era más grande que las nuestras; estaba hecha de cuero color café con leche; tenía las esquinas redondeadas, reforzadas con una piel más obscura y remaches de metal plateado. Al despedirse sacó del bolsillo una navaja metida en un forro de pana violeta. La entregó a mi hermano. Cerrando sus dedos de niño alrededor de la navaja y entresacando el mango del empaque, le dijo:   – ¡No la sueltes! A mi me puso una mano sobre la cabeza y con la otra me alzó la barbilla.   Dios te bendiga, niña; llegarás a ser demasiado bella. Durante el resto del viaje me pareció sentir el calor de su mano, en la cabeza y en la cara; mi hermano me dijo al llegar a Varsovia que cuando el bigotudo cerró sus dedos sobre la navaja notó que tenía las manos ardiendo. El metal frío de la navaja estaba caliente del lado que la había empuñado el desconocido».

«¿Para qué escribo estas nimiedades? Era entonces una jovencita indefensa, que viajaba sola con un hermanito. Nunca había oído hablar de ese modo a las personas adultas. Decían cosas terribles sin miramiento alguno, sin tomar en cuenta a niños ni ancianos. Algo espantoso debía estar ocurriendo si los hombres estaban tensos, angustiados, furiosos, atemorizados o expectantes. Las noticias se transmitían en voz baja. Los pasajeros se miraban recelosos aunque fuesen de la misma nacionalidad. Cuando mostraba el pasaporte donde era requerido por empleados de los trenes, o por autoridades fronterizas, sentía que los que me rodeaban eran enemigos, a pesar de haber terminado la guerra de los ejércitos. Por las caras podía saberse lo que se preguntaba cada uno en silencio. ¿Tendrá empleo este sujeto? ¿Será un soldado desmovilizado? ¿Habrá robado esa ropa lujosa? ¿Es un aristócrata disfrazado de obrero? ¿Tal vez sea un peligroso petardista?»

«Las sonrisas habían desaparecido de los rostros de los que subían al tren. Los guardas, acostumbrados a la cortesía, eran los únicos en quienes quedaba un resto de amabilidad. Y aún a ellos era difícil verles la dentadura al atender a un pasajero que extendía su boleto. Los que salían de los vagones también eran individuos sombríos y cabizbajos. Quince años después llegué a la conclusión de que se trataba de gentes sin la seguridad de encontrar sus casas en pie, o a los padres y a los hijos con vida. No pensé nunca que mis hijos y yo pasaríamos por una situación parecida en Cuba. Cuando viajé desde París a Santiago de Cuba sufrí un golpe terrible. La pobreza del lugar, las luces mortecinas de los faroles, las casas de madera techadas con láminas de hojalata, me sumieron en la depresión. No sospechaba que podrían sobrevenirme penalidades aun más dolorosas que el simple hecho de vivir en una ciudad pobre de provincia, lejos de la capital del país. Por la persecución de mi esposo nos vimos obligados a refugiarnos en una choza, en las lomas de la Sierra Maestra. Permanecimos varios meses ocultos en la manigua, sin luz eléctrica, sin agua corriente; a veces sin fósforos, siempre con pocos alimentos. Aprendí entonces a usar el ruido continuo de miles de grillos para conciliar el sueño. A menudo soñaba que un hombre con mostacho me miraba, mientras cruzaba en tren por la campiña de Austria junto a mi hermano menor». Santiago de Cuba, 1993.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas