Guacanagarix, inepto pero no traidor

Guacanagarix, inepto pero no traidor

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
También a mí me fastidia, como a Marcio Veloz Maggiolo, que alguna gente, sin pensarlo dos veces, atribuya a un número de dominicanos la posesión del llamado «complejo de Guacanagarix» queriendo señalar un entreguismo incondicional y humillante a las fuerzas externas de cualquier tipo, es decir, a la doblegación automática a los valores extranjeros.

Al cacique Guacanagarix, quien gobernaba la porción noroeste de esta isla, incluyendo naturalmente la costa, en el llamado cacicazgo de Marién, le tocó el primer contacto con los españoles de Colón. Sólo hay que pensar en el impacto mutuo de aquel encuentro. Los extraños recién llegados, protegidos por atuendos de metal y dueños de insospechables armas de fuego, como los arcabuces (antecesores del fusil) y las lombardas (que eran piezas de artillería), con un color de piel diferente al conocido en la isla, llegados en naves de extraña forma y grandes dimensiones, necesariamente tuvo que producir el mismo efecto que nos produciría la llegada de seres de otros planetas con capacidades bélicas insoñables.

Guacanagarix actuó con la prudencia política que actuaría cualquier mandatario. Envió rápidamente más de ciento veinte canoas «todas cargadas de gente, a los navíos, y todas traían que dar i ofrecer a los cristianos» (Las Casas). El hecho fue que la acogida fue extremadamente cortés con los recién llegados. Como escribe Veloz Maggiolo (Listín Diario, 2 de febrero 2005): «Hubiera sido Guacanagarix un estúpido si no se hubiese dado cuenta de que el poder venía ahora encarnado en gentes diferentes, con suficiente ruido y pólvora como para trazar el camino a una tribalidad nueva».

Luego hizo lo que pudo, hasta fingir una herida cuando retornaron los españoles en el segundo viaje a estas tierras, con el propósito de demostrar que no había sido agresor sino víctima del ataque indígena contra el Fuerte La Navidad y los treinta y nueve hombres dejados al mando de Diego de Arana.

El hecho de saber ceder cuando se está consciente de la propia debilidad, para luego lograr alguna capacidad de resistencia constituye una práctica política que prácticamente inunda la Historia Universal.

Pongamos el caso de Otto von Bismarck, que en 1850 tenía treinta y cinco años de edad y era representante ante el parlamento prusiano. Para llegar a controlar el poder -contrariando sus convicciones guerreristas- aparentó ponerse del lado del rey de Prusia Federico Guillermo Cuarto y sus ministros, que preferían aplacar a los poderosos austriacos.

Bismarck soñaba con una Alemania unificada y vencer a Austria, que había mantenido por tanto tiempo dividida a su patria, pero comprendió que podía lograr nada sin un astuto manejo político. Entonces se volcó en un discurso ante el Parlamento, en medio de una fiebre bélica prusiana, afirmando que «¡Desdichado el estadista que hace la guerra sin una razón que siga siendo válida cuando esa guerra haya concluido! Después de la guerra todos ustedes verán estos asuntos desde una perspectiva diferente. ¿Tendrán entonces el coraje de dirigirse al campesino que contempla las cenizas de su granja, o al hombre tullido, o al padre que ha perdido sus hijos»?

Fue más lejos. Elogió a Austria y defendió su proceder. Las consecuencias de sus palabras fueron inmediatas. El rey, agradecido por su apoyo a la paz, lo nombró ministro del gabinete. Años más tarde llegó a ser Primer Ministro de Prusia. Entonces, desde tan alta posición y en manejo de todas las cuerdas necesarias, condujo a su pacifista rey a una guerra contra Austria, en la cual aplastó a ese imperio, estableciendo entonces un poderoso Estado alemán, con Prusia a la cabeza.

Guacanagarix, muy elemental, no pudo realizar o imaginar tan exitoso juego o manipulación de circunstancias.

Fue un manipulador inepto, pero no un traidor.
No un entreguista por conveniencias personales.
Como tenemos tantos hoy.

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