Guardianes fronterizos en vigilia permanente
pero cumplen sus jornadas con precariedad

Guardianes fronterizos en vigilia permanente<BR>pero cumplen sus jornadas con precariedad

Por MARIEN ARISTY CAPITAN
Pedro Santana, Elías Piña.- Doce y media del día. El caudal del río Artibonito ha descendido y, aunque con un montón de troncos que el caminante deberá sortear, ya se puede cruzar tranquilamente sobre el puente que comunica a Pedro Santana con Restauración y la carretera internacional.

Como el movimiento ha retornado a la comarca, después de unos cuantos días de  lluvia, el cabo de turno debe estar espabilado para evitar que por el puente pase alguien que no cuente con el permiso necesario.

Cada día los oficiales de turno, que cobran RD$5,200 mensualmente por cuidar de la seguridad de uno de los puestos más cercano a la frontera con Haití, tienen que revisar al menos a cincuenta personas.

Independientemente de lo agitado o no que sea el día, las jornadas de estos hombres son de seis horas diarias durante seis días a la semana. ¿Cómo vigilan? Sentados en una silla de plástico, junto al letrero de «Pare» que alguna vez debió estar levantado y sujetando un fusil que mira hacia el cielo como si se arrepintiera de lo que ni siquiera ha hecho.

En lo que hacen, el cabo Francisco Pérez del Ejército Nacional explicó que cada vez que ve a alguien llegar desde Restauración debe pedirle el pase que le expiden en la fortaleza de ese pueblo. Si van hacia Restauración, entonces el pase será el que se expide en Pedro Santana.

«Ellos tienen que traer su pase obligao. Todo el que viene de allá (desde Restauración o Haití) tiene que traer un pase, sino no cruza», asegura Pérez al tiempo de agregar que nunca ha tenido que enfrentar una situación de violencia.

Estar ahí, pendiente de lo que pueda suceder, es el trabajo de estos hombres, el servicio que le dispone la «guardia» o la orden que les han dado. Para cumplirla a pies juntillas ellos suelen quedarse allí, en una garita de madera que sólo cuenta con un camarote de dos niveles, durante los seis días que les toque vigilar del puesto.

Ese es el caso, por ejemplo, del cabo Pérez, cuya familia reside en Azua. «Yo duermo ahí en la garita, cuando estoy aquí. Vivo en Azua y voy cada seis días».

Vivir ahí implica no tener agua corriente (cuando no está sucia, como la semana pasada, la recogen del Artibonito), no disponer de un lugar decente para cocinar ni mucho menos contar con algo parecido a un baño. Aunque el cabo no habló de nada de esto, como si con su silencio ayudase a las autoridades, con ver el escenario es suficiente.

Y lo es porque la «cocina» salta a la vista: no es más que pequeño cuarto con paredes y techo de cemento, con filtraciones y severas grietas que claman por ayuda, con varillas al aire y un sucio que estremece; con algunos trozos de leña y un caldero ennegrecido; con una lata de tomate, un plato, sal y dos tonterías más con las que en algún momento cocinarán.

Ninguno de estos detalles, que evidencian la eterna carencia con la que han de vivir los hombres que cuidan de la seguridad y la integridad de la frontera, parece hacer mella en el ánimo ni en la disposición de estos guardias: reciben al visitante con una sonrisa, le ofrecen las advertencias de lugar y, en caso de que pretendan dar un paso, les recuerdan que no se pueden mover sin un permiso.

Así, minuto a minuto y hora a hora, los días de estos cabos terminan siendo siempre iguales: se sientan en una silla mientras miran hacia el infinito como intentando descubrir si más allá de los arbustos hay algún movimiento extraño que sea capaz de arrebatarles la triste, olvidada y solitaria paz que suele regalarles la frontera.

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