Guerra y negociación

Guerra y negociación

FABIO RAFAEL FIALLO
“La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Esa frase en apariencia elemental constituye el núcleo del libro “De la guerra”, escrito por el célebre estratega militar alemán de principios del siglo XIX Carl von Clausewitz. Por el penetrante análisis que brinda, el libro se convirtió desde el inicio en una de las obras imprescindibles en la materia, fue mencionado en varias ocasiones por Engels y Lenín, y es leído aún hoy día en todas las escuelas de estudios políticos y academias militares dignas de ese nombre.

Clausewitz parte del postulado (o más bien de la constatación) que la guerra no es un estadio primario que la política permite dejar atrás, sino, al contrario, una forma de hacer política. Guerra y paz son así las dos variantes de un mismo tipo de lucha: la lucha por el triunfo de objetivos políticos y, en definitiva, por el poder. Aplicando al postulado de Clausewitz la propiedad de la conmutatividad, se ha dicho que la paz no es sino la continuación de la guerra por otros medios.

En una nota escrita por separado, Clausewitz apunta que en un conflicto bélico se pueden perseguir dos objetivos alternativos: ya sea la victoria absoluta sobre el enemigo, ya sea la conquista o defensa de posiciones a fin de negociar en situación ventajosa con el bando rival. La estrategia que se habrá de adoptar dependerá de la estimación que se haga de la correlación de fuerzas: si uno piensa estar en condiciones de imponer su voluntad al otro, entonces es lógico que se intente aprovechar cada ocasión en que el enemigo se encuentre en situación desfavorable para debilitarlo aún más y obligarle a claudicar. Pero Clausewitz añade en la nota que, en un gran número de casos, el balance de fuerzas es tal que no se puede racionalmente seguir la primera opción estratégica.

De ahí que con frecuencia, señala Clausewitz en su nota, cada parte se proponga aumentar sus ventajas militares y políticas con el fin de estar en posición de superioridad en el momento de negociar. Es este tipo de razonamiento el que inspiró un siglo más tarde al general Charles de Gaulle cuando afirmó que, en política no menos que en el terreno militar, las concesiones deben hacerse cuando uno se encuentra más fuerte que el adversario, ya que es en esas condiciones, y no en situación de debilidad (cuando el adversario piensa que puede vencer), en que uno puede sacar mayor partido de la negociación.

Ese sabio precepto estratégico, es decir, proponer una negociación cuando se está en posición de fuerza frente al bando rival, fue por desgracia ignorado sistemáticamente en los primeros días de la contienda de abril por todas y cada una de las partes involucradas en la misma.

Desde el inicio mismo del estallido militar, se instaura lo que calificaré de “círculo vicioso de la ofuscación”: cada parte beligerante propone o busca la negociación, no cuando se siente fuerte, sino al contrario, cuando se encuentra en posición de debilidad frente al adversario. Este último, en vez de aprovechar la oferta hecha por el otro grupo, deja pasar la ocasión e intenta sacar ventaja de la debilidad momentánea del campo adverso para imponerle su voluntad. En otras palabras, cada grupo contendiente se comporta al revés de lo que sugiere el principio de una negociación eficaz: en lugar de perseguir una solución del conflicto cuando se encuentra en posición de fuerza, no lo hace sino cuando se siente vencido o al menos más débil que el grupo rival. En el próximo artículo veremos por qué digo esto; pero antes, evocaré aquí las premisas de la insurrección.

En el inicio de la misma, en particular a partir del momento en que dimite Donald Reid Cabral el 25 de abril, queda claro que ninguno de los dos bandos rivales obtendría la adhesión voluntaria del otro a sus objetivos. Cada grupo se veía pues confrontado a una alternativa; ya sea tratar de imponer su voluntad al adversario, ya sea perseguir una solución negociada que, si bien no habría de satisfacer completamente ninguna de las dos partes, podría ser aceptable para ambas.

En aquel momento, los militares opuestos al retorno de Bosch, desconociendo aún el grado de apoyo real logrado por los constitucionalistas dentro de las fuerzas armadas, y percatándose del respaldo popular que recibían quienes habían provocado el estallido del 24 de abril, se sienten políticamente débiles y proponen a los constitucionalistas la formación de una junta militar que organizaría elecciones en un plazo relativamente corto (ver Piero Gleijeses, “la crisis dominicana”, p.193). Los militares constitucionalistas, entusiasmados por el respaldo popular y por el hecho de ocupar el Palacio Nacional, y esperando obtener, si no el apoyo, al menos la neutralidad de una parte de los cuerpos castrenses, rechazan aquella proposición, enfatizando su adhesión al principio de la constitucionalidad y manteniendo su exigencia del retorno de Bosch como presidente constitucional de nuestro país.

Pasan las horas y los días. Los militares hostiles a los constitucionalistas consiguen obtener progresivamente el apoyo abierto o tácito de la mayor parte de nuestras fuerzas armadas, en tanto que no llegan a materializarse las declaraciones de adhesión al movimiento constitucionalista que habían formulado algunos líderes militares del interior al inicio de la contienda (Gleijeses, p.207). Al mismo tiempo, sin embargo, la valiente resistencia de los civiles y militares constitucionalistas en el puente Duarte, al igual que el fervor manifestado por los partidarios de los constitucionalistas en otros puntos de la capital y del interior del país, confirma claramente que en esos momentos existía una especie de equilibrio de fuerzas entre las partes beligerantes: a la superioridad militar de las fuerzas anticonstitucionalistas se oponía el arrojo y la popularidad de quienes luchaban por el retorno al poder de Bosch. En tales circunstancias, era pues natural que ninguna de las dos partes se sintiese lo suficientemente débil como para tener que claudicar, ni lo suficientemente fuerte para vencer o, alternativamente, proponer una solución negociada al adversario.

Llega entonces un día decisivo para la contienda, el día en que la suerte quedó echada a decir verdad, en que el círculo vicioso de la ofuscación se mostró en toda su plenitud: el 27 de abril. De las peripecias de aquel día, y de las implicaciones políticas de las mismas, tratará el próximo artículo que ofreceré al lector.

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