Guillo: los ojos encendidos de luz

Guillo: los ojos encendidos de luz

En cierta ocasión se preguntaba Goethe ¿si no hubiera luz en los ojos, podrían estos ver la luz? La idea es que para conectar con todo, debemos tener algo en común.

Guillo Pérez, apasionado con la pintura y la música, sentía como algo propio la irradiación de los colores en todas sus manifestaciones, visibles, audibles o imaginarias. Se apropiaba de ellas orgullosamente porque las sentía suyas. Respiraba el universo al que pertenecemos. Era una especie de Walt Whitman, y como el gran poeta en ese himno intenso que es “Song of myself”, Guillo se cantaba y celebraba a sí mismo, plenamente satisfecho de los dones que le fueron otorgados por el Creador. Por eso podía decir si le interrumpían cuando estaba trabajando, pincel en mano: “¡No molesten… el maestro está creando!”

¿Se refería a él mismo como entidad, o a su tarea de obedecer lo mejor posible a una avasallante compulsión interna salida de los misterios de lo eterno? ¿No será que como indica Stedman acerca de Whitman, éste sentía “las variadas armonías de la naturaleza, la antífona de los vientos y la risa de las aguas…?

Guillo era obsesivo.

Podía apasionarse con un inductor como los gallos y comprar decenas de estos para dejarlos libres en su casa y verlos moverse de un lado a otro con una expresión interrogante en los ojillos, mientras él los estudiaba para luego plasmar sus impresiones en bocetos primarios y después en pinturas reventadas de color. Sus series sobre los gallos, como todas sus etapas, son consecuencia de una obsesión que él obedecía sin reservas ni reposo.

Bien humorado, locuaz y ocurrente, podía ser víctima de un torrente de sensaciones que de repente se asociaban y lo trasladaban a un mundo lejano, del cual él no podía escapar.

Sus ojos claros, prestos al asombro, parecían hurgar lejanías. Si estaba conversando -y era un gran conversador- solía callar bruscamente, cuando le asaltaba un pensamiento que andurreaba por otro lugar. A veces parecía vivir en dos mundos por el alcance de sus “distracciones”, que no eran otra cosa que la prioridad que exigían sus sensaciones autónomas.

A tal punto era “distraído” que en cierta ocasión le pidió a su entrañable amigo Julio de Windt (músico y abogado-notario), que le consiguiera su Acta de Nacimiento, dándole la fecha en que nació. De Windt, empapado de la presencia de Santiago en su amigo, dio por descontado que era santiaguero y procedió a que se investigara en las oficialías civiles de esa ciudad. Resultó que en ninguna aparecía el documento. Alarmado, le dijo a Guillo que su nacimiento no estaba registrado.

Calmadamente, Guillo le respondió: -Ah… es que se me había olvidado decirte que yo nací en Moca…

Le divertía que lo confundieran con otro. Rumbo a Nicaragua, con su gran amigo Cándido Bidó, había cambiado su habitual sombrero por una boina negra. En el avión viajaban dos monjas que se le acercaron para pedirle las bendijera. Creyeron que se trataba de Ernesto Cardenal, el religioso y revolucionario guatemalteco a quien se parecía notablemente. Guillo aclaró que no era quien ellas creían. Después que se alejaron las monjitas le dijo a Bidó: -“Ombe… debí haberles dado la bendición… total… una bendición es una bendición”.

Al fin de cuentas, Guillo era un bendecido.

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