Ascender al poder político en nuestro país para arbitrar más de RD$600 mil millones ajenos al albedrío presidencial, sin grandes cortapisas congresionales, súcubos de los mandones de turno, más el oropel y la parafernalia que endiosan a los enanos conceptuales, y resignar toda esa gloria de cellophán, resulta jalda arriba renunciar.
En nuestro decursar republicano de 171 años, solo Santiago Espaillat Velilla, timorato, asustadizo y pendejo, rechazó la presidencia; Francisco Gregorio Billini eclipsado por la sombra ominosa del mayoral de El Prado, general Pedro Santana, renunció al poder, y Carlos Felipe Morales Languasco incurrió en la insensatez estúpida de propiciarse un auto golpe de Estado.
Fueron tres referencias bucólicas, como es bucólica la actuación de todos los gobernantes vernáculos que han discurrido por nuestro turbulento acontecer republicano, mequetrefes como Manuel José Jimenes González, Manuel de Regla Mota, Eusebio Manzueta, Pedro Guillermo Guerrero, Marcos Antonio Cabral Figuereo, Jacinto de Castro, Wenceslao Figuereo, Eladio Victoria y monseñor Adolfo Alejandro Nouel Bobadilla
Déspotas como Pedro Santana, Buenaventura Báez Méndez, Ulises Heureaux, Ramón Cáceres, Rafael Leónidas Trujillo, Donald Reid Cabral y Joaquín Balaguer.
Encrucijada trascendente protagonizan hoy el presidente Danilo Medina y el exgobernante Leonel Fernández, el primero intentando proseguir en el poder más allá de agosto 2016, faltando a su palabra de retirarse en esa fecha, y forzando modificar la Carta Magna para favorecer un propósito egoísta suyo, y el otro, peor, insatisfecho con ejercer tres veces el poder.
La salomónica para preservarse ellos y al PLD consiste en renunciar los dos al poder, escoger a dos figuras nuevas para presidente y vicepresidente, y que el primero renuncie a los dos años a favor del vice, y sepultar la reelección para siempre, pero la gula del poder supera la eternidad nacional.