¿Ha muerto…la pintura?

¿Ha muerto…la pintura?

VLADIMIR VELÁZQUEZ MATOS
Hace ya un tiempo, quizás un par de años a lo sumo, vimos por el cable un programa transmitido por la televisora cultural colombiana, en el que se presentaba un interesante panel compuesto por reconocidos críticos de ese país (ahora se nos escapan los nombres), la directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO), y el eminente maestro de la plástica David Manzur, discutiendo ampliamente el papel de la crítica de arte y su poderosa influencia en el oficio de los creadores visuales, quienes llegaron a la penosa conclusión de que la crítica actual es la que empuja e impone las modas y movimientos, en vez de ser lo contrario, esto es, de que sean los mismos artistas los que impulsen las mismas como antaño.

En dicho programa, tras un profundo y esclarecedor debate, se discutió el por qué del real desconcierto que se experimenta hoy en el quehacer artístico, en el cual críticos y curadores tienen más peso específico en el fenómeno creativo que el mismo autor (cuestión, por cierto, que se contrapone a la siempre clara opinión de un sabio como Gombrich, quien ve al artista, que es el que produce la obra, el ente más importante), amén de perseguirse los ecos de los «ismos» que se generan en las grandes metrópolis culturales (como lo es el caso de Kassel y su discutida «Dokumenta» y todos sus adláteres neocolonialistas de ultravanguardia), quedando bien claro, al menos para nosotros, que todo obedece a un bien planificado programa de intereses en el que únicamente están bien posicionados el dios mercado (el dinero) y la estandarización de los patrones estético-culturales del mundo (globalización).

Y ello viene al caso, porque ya empezamos a hastiarnos de que se nos quiera tomar el pelo, procediendo nosotros del quehacer plástico y que tratando de igualarnos a otros entornos y modos de ser diametralmente opuestos a nuestra realidad en donde se gestan estas tendencias (en un afán de cosmopolitismo del cual habla Vargas Llosa, siendo, según él, una postura igual de perniciosa como su opuesto, el provincialismo cultural), y se decrete como una letanía para estar en onda con los valores globalizadores de que «la pintura ha muerto» y con ella todos los lenguajes tradicionales (dibujo, escultura, grabado), en pro de una no bien digerida vanguardia o posmodernidad, en un país como el nuestro en el cual todavía no se ha asimilado la modernidad debido a nuestro evidente atraso en muchos órdenes.

En el poco espacio de estas cuartillas no vamos a enumerar las causas de dicho atraso, pues basta decir que se perciben a simple vista para quien tenga un par de ojos para ver y, sobre todo, cabeza para pensar. Sólo podemos expresar, en honor a la verdad, que no podemos estar enarbolando irresponsablemente lenguajes dizque de vanguardia como superlativos en relación a todas las tradiciones estilísticas (en arte el concepto de evolución no existe como en la ciencia), ni mucho menos a poner a «artistas» promovidos por los medios y grupos que son absolutamente carentes de una sólida basamenta conceptual y académica por encima de otros con méritos de sobra y los cuales sí están amparados por un serio y tenaz ejercicio de sus respectivos talentos.

No es posible, como se ve a menudo en concursos y bienales, que se acepten o premien obras de personas carentes de medios técnicos y expresivos básicos, como quien escribe un cuento, novela o ensayo sin conocer la gramática o la sintaxis, es decir, careciendo de las facultades necesarias para resolver un simple dibujo a lápiz, o emplear en las diferentes técnicas las gamas cromáticas frías, calientes y quebradas para pintar correctamente un cuadro, o quizás modelar con gracia una sencilla figurilla de arcilla, escudándose el «creador» de marras (en donde intervienen los diversos clanes que los prohijan), en los peligrosos «ismos» tan en boga y que confunden, maliciosamente, a un público ignaro.

Y hacemos esta afirmación sincera a quienes manejan los asuntos de la gestión cultural y la crítica en particular para desarrabalizar de despropósitos y desperdicios que en los concursos y exposiciones muy sonadas se producen, en donde se evidencia el desdoro del «oficio» por extravagante esnobismo como aquello de declarar que la pintura ha muerto.

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