Desarrollando la logística de mi retorno al país, en los comienzos de los años setenta, escribí a la Secretaría de Salud, a universidades y a clínicas privadas, explorando la posibilidad de un empleo que me asegurara el sustento mientras intentaba iniciar el ejercicio de mi especialidad. El silencio marcó la espera y solo recibí una sola respuesta, la del Doctor Hugo Mendoza (siempre impecable en su excelencia personal y profesional). Entonces no advertí que ese silencio epistolar era una muestra de hábitos inútiles. Costumbres de gerencia arcaica.
Ya en Santo Domingo, fui llamado por un ministro amigo. Asistí a la cita. Seis secretarias y un edecán distribuían a los que aspiraban a una entrevista, rechazando a unos y acomodando a otros. Estos últimos eran invitados a pasar a una sala con cuatro bancos donde esperaban unos diez ciudadanos para ser llamados a sentarse en dos sillones frente al escritorio del ministro donde era conspicua su ausencia. Él despachaba en el clóset de la habitación situado a la izquierda de su escritorio. Desde el clóset, con un gesto mi amigo podía colocar a los del banco en los sillones, a los de los sillones en el clóset o a los de los bancos en la calle; el edecán les secreteaba: hoy no se puede, tendrá que esperar otra ocasión para conversar con el jefe.
Para los ochenta, una comisión de poderosos empresarios españoles viajaba desde Madrid para entrevistarse con el Presidente dominicano de entonces. A su llegada al palacio, todavía con el jet lag encima, sus clásicos trajes negros y los cartapacios debajo de sus brazos, un alto oficial de palacio les informó que el Presidente no podría recibirlos, porque está triste debido a una trágica muerte acontecida unos días antes.
Ahora, en la primera década del siglo veintiuno, los ciudadanos que necesitamos, por una u otra razón, comunicarnos con personajes de poder, funcionarios o ejecutivos, seguimos sufriendo la misma desconsideración, irrespeto a nuestro tiempo, a nuestra dignidad y a nuestra inteligencia que las de cinco décadas atrás.
Si recurriéramos a una estricta historiografía para explicar estos defectos de mando tendríamos que remontarnos a la monarquía española; pero por ahora basta recordar a Trujillo y a Balaguer- mandatarios que no estadistas- que sirven de modelos a nuestros líderes políticos, empresariales, religiosos y familiares, para así entender a los que se divierten con los juegos de agresión pasiva que les facilita su estatus, nutriéndoles y deleitándoles su egolatría. Disfrutan de la angustia del que espera. Se entretienen en la fementida benevolencia de la concesión de su tiempo.
No importa que estas sabrosuras ejecutivas sean ineficientes, lo importante es que el perrito orine y marque su territorio. Son hábitos, manejos distorsionados de la jerarquía. Sin embargo, en unos y otros, estas humillaciones, posposiciones y entretenciones narcisista expulsan la eficacia por un agujero negro de rencores y tiempo perdido; abortan la impostergable liberación del lastre del autoritarismo restando propulsores a nuestro despegue como nación.