¿Habrá un país con políticos mudos?

¿Habrá un país con políticos mudos?

Me cuenta Montoya que en la república isleña de Farafangana el Congreso dictó una ley asombrosa: prohibía a los políticos –y sólo a ellos- el uso de la palabra, hablada o escrita. Los farafanganos estaban hartos de oír a sus políticos decirse una y otra cosa; como casi siempre mentían, realizaron un referendo para pedirles que continuasen haciendo lo suyo, pero calladitos.

Curiosamente, la idea salió de un libro usado por estudiantes de literatura, la Antología Norton de Poesía, publicada en inglés, cuyos autores los profesores Ferguson, Salter y Stallworthy, explican: “Un poema es una composición escrita para ser ejecutada por la voz humana. Lo que su ojo ve en la página es la composición verbal del autor, esperando que su voz le dé vida al leerla vocalmente u oírla con el oído de la mente.

A diferencia de cuando usted lee un periódico, la mejor lectura –o sea, la más satisfactoria lectura— de un poema, implica un empleo simultáneo de ojo y oído: el ojo atento no sólo al significado de las palabras, sino también a su agrupamiento y espacio como líneas en una página; el oído entonado al agrupamiento y espacio de sonidos”. Un periodista con un programa de radio muy popular comenzó a invitar poetas en vez de políticos y logró mayor audiencia que todos los demás glosolálicos juntos. Así, los farafanganos se enamoraron del arte que emplea como instrumento la palabra. Sensibilizados o “concienciados”, quisieron limpiar a la palabra.

En vez de hablar sobre sus Quirinos o “Cumbres”, los locutores citaban a Alfonso Reyes: “La literatura de un pueblo depende de su lengua, como la sombra del cuerpo, con tal que la lengua hablada quede fijada por escrito. (…) El escribir, según los diálogos platónicos, no pasa de ser una diversión. La escritura, accidente del lenguaje, pudo o no haber sido: el lenguaje existe sin ella. Pero la escritura, al dar fijeza a la fluidez del lenguaje, funda una de las bases indispensables a la verdadera civilización. (…) La palabra –humo de la boca en el jeroglifo chino- quiere deshacerse en el aire; se la lleva el viento”.

Cuenta Montoya que hay felicidad en Farafangana. Aquí en cambio las palabras parecen de plomo. Su pesadez postra al pueblo. Un chorro de verbo fundido nos golpea, mientras soñamos con un silencio farafangano…

Publicaciones Relacionadas

Más leídas