¿Hace falta un Trujillo?

¿Hace falta un Trujillo?

REYNALDO R. ESPINAL
Para los estudiosos del devenir histórico y social dominicano, resulta una asignatura pendiente desentrañar las variables que permiten explicar el creciente anhelo de amplios sectores del país para que se instaure de nuevo un régimen de fuerza, personificado en un hombre providencial que se convierta en viva reencarnación del sátrapa de San Cristóbal.

Causa honda preocupación el hecho de que los valedores de que retorne nueva vez “el gendarme necesario”, no son sólo, ni  mayoritariamente, quienes por razones  cronológicas vivieron los rigores de aquellos treinta y un años de absolutismo. Puedo dar testimonio de que muchos jóvenes, ignorantes de lo que aconteció en las inmundas ergástulas de Nigua o en la pestilente mazmorra de la “40”, afirman, sin calibrar el alcance de sus palabras, que el país precisa nueva vez de una férrea dictadura.

¿Qué explica la pervivencia de este anhelo autoritario en nuestra sociedad?¿Quienes así se expresan alientan  el propósito de que nueva vez la capital del país, en vez de denominarse Santo Domingo se denomine Ciudad Candelier o que el país se convierta en el feudo de un solo hombre o de una sola familia? Nada más lejos de la verdad.

La explicación de esta creciente simpatía hacia un posible régimen de fuerza ha de buscarse, ante todo, en  la corrupción y la ineptitud de los pseudo-demócratas que, salvo honrosos paréntesis, han ocupado la dirección del país, en todos los estratos y niveles, después de 1961 hasta la fecha.

Abortados los esfuerzos auténticos por lograr en el país un ordenamiento democrático basado en una auténtica justicia social- tal el caso del profesor Bosch y su efímero gobierno de siete meses- , del país se apoderó la rapiña, la ambición desmedida, la búsqueda insaciable de privilegios, recursos y nombradías. El profesor Bosch, comprendió, posteriormente, aunque tarde, que estas inercias sociales refractarias al cambio necesario hundían sus raíces en la misma estructura estamental de antiguo régimen, característica de nuestro pasado colonial, una de cuyas expresiones más ostensibles lo constituyó el predominio del militarismo como garante armado de los intereses oligárquicos.

A cuarenta y cinco años de la muerte de Trujillo ¿somos un pueblo educado y decente, conocedor de sus derechos y cumplidor de sus deberes? ¿Cuál es la patología congénita del ser nacional que nos impide a más de 160 años del nacimiento de la República trascender los personalismos y fundamentar el estado y la conducta ciudadana en el  respeto a la ley y a la institucionalidad?

Si hoy la sociedad dominicana suspira por un nuevo Trujillo es por que en su subconsciente el régimen por él encarnado representó la antípoda del desorden y la anarquía que hoy vivimos; porque, si bien es cierto que aunque más por miedo que por convencimiento todo el mundo sabía cuales eran las consecuencias que le esperaban si quebrantaba la ley; por que aunque se tratara de imposición ideológica se enseñaba moral y cívica, se infundían respeto a los valores patrios, al árbol, a los padres y a Dios. Si hoy se suspira por un régimen de fuerza es por que vivimos en una democracia fallida, una grotesca parodia donde no está siquiera garantizado el derecho a comer.

Aunque las cifras no son del todo coincidentes, se sabe, más o menos, sobre la cantidad de víctimas de la dictadura. Lo triste es que no sabemos cuántas son, en nuestro país, las víctimas de la democracia.

No hay por tanto que quebrarse la cabeza. Nadie es su sano juicio aspira a que reencarne otra vez el chacal de San

Cristóbal. Lo que acontece es que ha sido tan frustratorio el saldo de la democracia que nos asalta la tentación de creer, con el poeta Manrique, que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

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