¿Hacia dónde nos lleva la corrupción?

¿Hacia dónde nos lleva la corrupción?

BIENVENIDO ALVAREZ-VEGA 
Los actos de corrupción se suceden en el país con una frecuencia y con una magnitud que la reacción de la sociedad debiera ser otra. Desde principios de los ochenta a la fecha la opinión pública ha conocido uno y otro caso, uno y otro caso, uno y otro caso, pero aparentemente nada ocurre.

No hay forma de que la sociedad dominicana se estremezca ante los actos de robos vulgares, ante los casos de soborno, ante los casos de quiebras de instituciones financieras, ante los casos de conflictos de intereses, ante los casos de nepotismo, ante los casos de dolo, ante los casos de malversación de fondos, ante los casos de cohecho. Hay una falta de sensibilidad espantosa y alarmante, una indiferencia que hace posible, precisamente, que todo ocurra, hasta lo inimaginable y que la vida continúe como si nada pasara.

De la mano con esta indiferencia social está la pasividad de la justicia. Una pasividad que es hoy semejante a la de ayer. Una justicia que pretende esconder su responsabilidad o su irresponsabilidad

bajo alegatos pueriles como aquellos según los cuales los procedimientos son largos, los códigos favorecen las chicanas de los abogados, los expedientes llegan a los tribunales incompletos y otras tantas excusas.

Y, por supuesto, la responsabilidad de la prensa no se queda atrás. Tenemos una prensa que, en general, prefiere las noticias sin sujetos, prefiere administrar las generalidades y quedarse en la superficie de los hechos.

Tampoco se quedan atrás los partidos políticos y sus liderazgos. Importantes dirigentes de estas organizaciones han estado en el centro mismo de los mayores escándalos y actos de corrupción. Pero estos grupos operan, casi siempre, como protectores de su gente, como simples explicadores de su conducta. No conocemos casos de sanciones internas para quienes han dañado la imagen de los partidos o han violentado los principios ideológicos y éticos que alguna vez juraron cumplir.

Después del ajusticiamiento del tirano Trujillo la corrupción pública y privada se ha exhibido en todos los niveles, pero sin sanción. Sin sanción política, sin sanción jurídica y sin sanción moral o ética. Este fenómeno tan perverso ha hecho posible que en la República Dominicana no haya, formalmente, ni corruptos ni corrupción. Porque los sospechosos de malversar fondos, de dolo, de conflictos de intereses, de robos vulgares, de quiebras financieras y de cohecho, regresan, después de estar unos meses escondidos tras sus hojas de parra, a roles de importancia, a señoríos, a posiciones de tutela, de principalía y de honorabilidad. Como si nada hubiese pasado. 

Y  que no crea nadie que recibirán el rechazo moral de la sociedad. Serán, por el contrario, acogidos, bienvenidos, dignificados, rebautizados por una sociedad para la que la corrupción es parte de su cultura política y de su cultura económica, una sociedad que considera que los puestos públicos son para “hacerse”, son oportunidades para cambiar de vida, de status, etcétera.

Hace años que los cacos se llevan hasta los campanarios de las iglesias, los alambres del tendido eléctrico, los alambres de las redes telefónicas, y ahora nos informan, asombrados, que también desde la administración pública se llevan, se roban, los pupitres de los alimentos sentarse en  los planteles para recibir docencia. Pero también se roban, esos mismos empleados, los pizarrones, los borradores, los archivos metálicos.

Antes que ellos, otros se robaban y se roban los fondos públicos.

Pero más todavía: gente con posiciones de dirección en la institución del orden público, de la Policía, usufructuaba los vehículos que eran robados a sus propietarios. Cuando estos vehículos eran rescatados por agentes de la misma Policía, un grupo nutrido de oficiales se quedaban con ellos y los ponían a su servicio y al servicio de sus parientes más cercanos.

Ya no se trata de acciones aisladas de rasos, de cabos, de sargentos, de tenientes. Eran oficiales de los más altos rangos, de las posiciones más señeras.

Ante un hecho así, una sociedad  civilizada o con un buen sentido de la administración de la polis, de la ciudad, es decir, con un adecuado concepto de la política, los estremecimientos no hubieran faltado, sin importar el precio y sin importar quienes estén involucrados.

Aquí, no. Aquí somos ”comprensivos”, somos “sensatos”, somos “cuidadosos”, somos “conscientes” de que hay situaciones que conducen a la comisión de esos actos. Y ahí queda todo.

Mientras, que nadie dude que nos encaminamos hacia un peligroso estado de  disolución…si no hay un cambio brusco y responsable que, necesariamente, tiene que involucrar a las principales organizaciones sociales y, en primera línea, a los partidos políticos y a la justicia.
(bavegado@yahoo.com)

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