¿Hacía dónde vamos?

¿Hacía dónde vamos?

JOAQUÍN RICARDO
Recientemente hemos seguido por los medios de comunicación una polémica sin mucho sentido acerca del señalamiento de que nuestro país es un Estado Fallido. Las reacciones no se han hecho esperar, especialmente por las comparaciones hechas y por las notorias ausencias de una lista muy particular. Mientras, el país se diluye en una violencia sin precedentes; discusiones bizantinas entre altos funcionarios que lanzan acusaciones venenosas a otros compañeros de la presente administración; el desempleo sigue creciendo -sólo en las empresas vinculadas a Zonas Francas se han perdido cerca de 30,000 empleos- y la restricción monetaria acogota a los dominicanos que no han visto una rebaja en los artículos de primera necesidad compatible con el descenso y la estabilidad forzada de la tasa del dólar estadounidense.

Mientras todo esto sucede, no hay una línea de mando clara que evidencie un propósito definido y un camino a seguir.

Ciertamente no somos un Estado Fallido pero sin un Estado que le ha fallado a sus conciudadanos. No resuelve sus problemas básicos y sólo se preocupa por nuevos impuestos para supuestamente compensar los 30 mil millones de pesos que se dejarían de percibir al entrar en vigencia el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos. Una reforma fiscal que siempre recae en los bolsillos de los contribuyentes, mientras el Estado rehúsa poner su casa en orden, mediante el control de los gastos y una mayor eficiencia administrativa.

A estos ominosos señalamientos hay que agregarle el deseo, casi enfermizo, de la presente administración, en su primer cuatrenio y en el actual en ser señalado como promotor aventajado del Consenso de Washington, fuente primigenia del modelo económico que se ha impuesto en el continente. Básicamente, el modelo consiste en la apertura comercial y financiera (Libre importación, libre flujo de capitales a través de las fronteras), en alcanzar y mantener equilibrios macroeconómicos (fiscales y monetarios) y en la reducción del papel del Estado a través de la privatización de empresas y servicios públicos.

Esas premisas económicas fueron llevadas a cabo, sin excepción, entre 1996 y el año 2000. El gobierno que le sucedió continuó con esta receta sin adaptarla al medio y acumuló una deuda que condiciona las opciones de lograr un crecimiento económico con equidad.

El Gobierno ha reestructurado los pagos para que no recaigan en él y continúa haciendo uso de esta explosiva variable.

Este proceso ha tenido el gran costo social y humano que lo constituye el deterioro del nivel de vida de segmentos crecientes de nuestra población, empobrecimiento y mayor desempleo. Más de un 80% de las familias dominicanas es hoy víctima o se siente amenazada por el desempleo y actualmente más de la mitad vive en la pobreza o la indigencia.

A lo antes dicho, costo de la implementación del modelo, hay que agregarle otro costo fundamental: el del proceso del endeudamiento y extranjerización. Este último nos convierte en una nación dependiente de los azares financieros internacionales y nos obliga a la vigilancia y condicionalidad de los acreedores a través del Fondo Monetario Internacional. La síntesis, desde esta perspectiva, es que la Nación y el Estado quedan sometidos a una carga de pagos y condiciones que no permiten inversión productiva privada ni al Estado para atender las necesidades sociales.

La política económica está limitada a transmitir “señales amistosas de humo a los mercados”. Las consecuencias de este conjunto de pésimas respuestas a los desafíos económicos del país están a la vista: el estancamiento interminable, el desempleo y la pobreza, así como la exclusión de enormes segmentos de la población. Ante este funesto panorama es comprensible la desesperanza y la frustración que abate a la nación.

Como si no fuese suficiente lo que hemos expresado hasta ahora, nuestra soberanía ha sufrido una fisura del permitirse la vigencia de un acuerdo lesivo a los intereses nacionales y que otorga suelo dominicano para que fuerzas armadas de otra nación establezcan bases en el territorio nacional. La negativa del doctor Balaguer a una solicitud similar, ocasionó la crisis de 1994 y la salida del poder del dominicano integral que ejercía la presidencia. En esa ocasión, sólo por miopía política de pura conveniencia personal, se vio con agrado la salida del presidente reelecto, con un Certificado de Elección otorgado por la Junta Central Electoral, y no sus funestas consecuencias.

Decíamos en un artículo anterior acerca de la soberanía, que es la facultad del Estado para autobligarse y autodeterminarse, esto es, conducirse sin obedecer a poderes ni autoridades ajenas a los suyos. La misma provee al Estado de un poder sustantivo, supremo, inapelable y exclusivo que actúa y decide sobre su ser y modo de ordenación.

Con esta ejecución de un acuerdo que puede denunciarse, hemos perdido uno de los elementos constitutivos de la soberanía: el de la Independencia.

Por más que justifiquemos con un verbalismo utópico, somos un Estado en serios apuros y con una soberanía mancillada. Cuando se levantan voces de denunciar las iniquidades cometidas, el peso aplastante de la intolerancia hace su aparición. Lo aplican al extremo de influir en las decisiones internas de agrupaciones políticas. De ahí, el denso manto de silencio que mantienen millones de dominicanos que no encuentran una voz que los defienda.

Termino estos señalamientos con una reflexión y una pregunta. Sin importar si somos o no un Estado Fallido, pero sí un Estado que le ha fallado a su pueblo, nos puede alguien decir: ¿Hacia dónde vamos?

Publicaciones Relacionadas

Más leídas