¿Hacia Macondo?

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JULIO BREA-FRANCO
No puede esperarse manzanas de un árbol de caoba: las reformas constitucionales no arreglan por si mismas el estado de las cosas. No transforman, automáticamente, en más capaces ni virtuosos a los ciudadanos. No hacen más nobles, magnánimos y visionarios a los que ejercen el poder. Sin embargo, pueden ayudar.

Eso sí: sin magia ni alquimia alguna.  Ayudan más mientras mayor y profundo es el apoyo en que se sustentan. Un acuerdo que se construye sin precipitaciones, sin protagonismos, sin propietarios. Y sin prisa alguna; sin estar determinado por un tiempo político particular de presidente, gobierno, partido o grupo alguno. La prisa es la enemiga del necesario discernimiento que requiere la discusión de las opciones y soluciones políticas. Una Constitución, por antonomasia, debería ser una norma de consenso. En teoría democrática la Constitución no es más que un pacto fundamental de carácter supra gubernamental y, como tal, ubicado más allá de las tendencias e intereses de coyuntura de un partido mayoritario o del gobierno de turno.

Sin embargo, a pesar de ello, resulta que se habla de constituciones de consenso por que hay muchas otras que no lo son. Una Constitución que no refleja un grado aceptable de acuerdo es precisamente lo contrario: una Constitución impuesta. La tradición dominicana es la imposición.

El Presidente tiene un marcado interés en reformar la Constitución. El tiempo que le dedica y lo tanto que ha hablado de ella evidencia que ese es un logro político que ambiciona para su currículo. Al parecer quiere que mañana se hable de la Constitución de Leonel como hoy hablamos de la Constitución de Bosch. No hay inconveniente que trabaje con ese propósito pero no necesariamente logrará que en los textos de derecho, historia constitucional y ciencia política del mañana la terminen valorando positivamente.

Auspiciar una reforma constitucional como parte de un sueño político personal, el mostrar tan vívidamente que lo quiere, no ayuda a lo que necesitamos: una Constitución que establezca reglas de juego válidas y aceptables para todos en cualquier momento. Recordemos que es un Presidente que está en ejercicio y que trabaja en pos de un objetivo continuista. Y así se enrarece el ambiente y la confianza. Es terreno fértil para interpretaciones atrevidas como la que sostiene en que se busca un reacomodo político para la reproducción de mecanismos que coadyuven la perpetuación.

Por ejemplo, habrá que ver como se constitucionalizará la reelección. El Presidente tiene dos períodos y busca un tercero. Si se acepta la reelección en la proyectada reforma, ¿tendrá el Presidente -otra vez- las puertas abiertas para seguir buscándola?

Despierta suspicacia el marcado interés presidencial por auspiciar la reforma desde el mismo Ejecutivo, el haber encomendado la redacción del proyecto a una comisión de especialistas responsables ante él mismo, y la celebración de consultas a priori y no posteriores a la elaboración del documento. Para remate está lo último: la pretensión de que se apruebe el texto en la Asamblea tal y como será remitido, sin tiempo para el análisis, el discernimiento y la ponderación. ¿De que consenso, entonces, es del que se habla si ni siquiera hay papeles sobre la mesa? ¿Procura cheques en blanco?

El escenario se completa con una oposición simplista -si no es por constituyente no hablamos- huérfana de planteamientos y de propuestas. El secretario del PRD habla de una rectificación valiente del 2002. ¿Acaso no son los mismos de entonces los que dominan el partido? Las rectificaciones se hacen desde la oposición pero se olvidan en el poder. El PLD antes hablaba de Constituyente y ahora de consultas. Y de lado, ahí está el PRSC, inodoro e incoloro, con la facha de traganíqueles, que busca ganar tiempo pensando qué hará en definitiva. ¿Vamos camino a Macondo?

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