En 2018, la monarquía saudí utilizó agentes a su servicio para asesinar al periodista disidente Jamal Khashoggi en el consulado saudí en la ciudad turca de Estambul. Este hecho conmocionó al mundo, y muchas voces en Occidente, en especial en Estados Unidos, exigieron al presidente Donald Trump que actuara en consecuencia contra la monarquía saudí. Por un momento, muchos olvidaron que esa monarquía conservadora, además de estar anclada en la cuna del islam, ha mantenido una cierta estabilidad política y religiosa en la región. Por consiguiente, ni Trump ni Estados Unidos ni sus aliados occidentales podían permitirse que ese país se convirtiera en otra Siria, Libia o Irak. Si hubiera caído en manos extremistas, habría representado un cataclismo geopolítico mundial.
Por suerte, el presidente Trump no sucumbió al excepcionalismo estadounidense que, junto con la doctrina del Destino Manifiesto, ha regido la política exterior del país por más de dos siglos. Es importante recalcar que los padres fundadores de Estados Unidos visualizaron al país como una gran nación amante de la libertad política y religiosa, destinada a esparcir esos valores por todos los confines del planeta. Cuando el aristócrata francés Alexis de Tocqueville visitó Estados Unidos en 1831, describió cómo el puritanismo estadounidense era notable porque no se limitaba a la doctrina religiosa, sino que combinaba profundamente lo democrático y lo republicano. Según él, Estados Unidos había logrado una fórmula admirable al unir el espíritu de la religión con el espíritu de la libertad.
Un poco antes, en una carta del presidente Thomas Jefferson a James Madison, Jefferson escribió: “Entonces tendríamos que incluir al Norte (Canadá) en nuestra confederación… y tendríamos un imperio por la libertad como nunca se ha contemplado desde la creación: estoy convencido de que nunca antes se había concebido una constitución tan bien diseñada como la nuestra para un imperio extenso y el autogobierno”. En pocas palabras, el imperio que Jefferson contemplaba distaba mucho del modelo imperial europeo, que consideraban basado en la subyugación y la opresión de pueblos extranjeros. Jefferson y sus correligionarios concebían el imperio estadounidense como una extensión de la libertad. Sin embargo, esta libertad y modelo democrático no encajan en todas las regiones del mundo, y el Medio Oriente no es la excepción.
El sistema internacional moderno es ampliamente reconocido por haber surgido con la Paz de Westfalia en 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa. Los tratados que concluyeron el conflicto establecieron los principios de soberanía estatal, no intervención y la igualdad jurídica entre los Estados, creando una nueva arquitectura para gestionar las relaciones entre potencias diversas y, a menudo, rivales. Estos principios westfalianos ofrecen un marco conceptual convincente para pensar el futuro del Medio Oriente, una región históricamente marcada por la inestabilidad, el sectarismo y la rivalidad entre grandes potencias. En el centro de esta posibilidad se encuentra Arabia Saudita, cuya evolución en la diplomacia regional sugiere una vía hacia un orden más equilibrado y pacífico.
El sistema de Westfalia fue revolucionario en su época. Introdujo el concepto del Estado-nación moderno, donde los gobernantes ejercen autoridad soberana dentro de fronteras definidas y no están sujetos a la injerencia de otros Estados. Este sistema no eliminó los conflictos, pero sí creó un marco compartido para resolver disputas y mantener un equilibrio de poder.
En el Medio Oriente, donde las intervenciones extranjeras, las guerras por delegación y las ideologías transnacionales han socavado de forma sistemática la soberanía estatal, la ausencia de un marco unificador ha profundizado la fragmentación. La idea de adaptar el modelo westfaliano a la región no consiste en imitar el pasado europeo, sino en aplicar sus principios fundamentales a las realidades propias del Medio Oriente.
Bajo el liderazgo del príncipe heredero Mohammed bin Salman, Arabia Saudita ha adoptado una política exterior más asertiva y diversificada, que combina realismo con diplomacia regional. Tradicionalmente alineado con Estados Unidos, el Reino ha reequilibrado recientemente su postura internacional: ha estrechado vínculos con China y Rusia, ha normalizado relaciones con Irán y ha acogido cumbres multilaterales sobre seguridad regional e integración económica.
Este giro refleja no solo un reajuste pragmático de alianzas, sino también una ambición más amplia: reposicionar a Arabia Saudita como una fuerza estabilizadora en la región. El impulso del Reino por normalizar relaciones con Israel (condicionado a la creación de un Estado palestino), su mediación entre facciones rivales en Sudán y su participación en el acercamiento saudí-iraní auspiciado por China sugieren una disposición a fomentar el diálogo entre Estados con intereses divergentes, en consonancia con el ideal westfaliano de coexistencia mediante el reconocimiento mutuo.
Aplicar un enfoque westfaliano al Medio Oriente implicaría priorizar la soberanía, la no intervención y el equilibrio negociado de poder. Requeriría que los Estados de la región respetaran la integridad territorial y la autonomía política de sus vecinos, incluso cuando existan diferencias ideológicas o religiosas.
Este modelo beneficiaría especialmente a los Estados más pequeños o débiles, que con frecuencia se ven atrapados en las agendas de potencias mayores. Asimismo, ofrecería una base para la construcción de instituciones regionales capaces de resolver disputas por la vía diplomática, de manera análoga al Concierto de Europa, que mantuvo la paz en el continente durante casi un siglo gracias a la coordinación entre grandes potencias.
El papel creciente de Arabia Saudita como potencia convocante —sin aspiraciones hegemónicas regionales— la posiciona como una promotora creíble de dicho orden. Su influencia económica y religiosa, combinada con una postura relativamente neutral en algunos de los conflictos más arraigados de la región, la convierte en un posible garante del equilibrio regional.
Un Medio Oriente más estable tendría efectos profundos a escala global. Reduciría el riesgo de choques en el suministro energético, disminuiría la probabilidad de confrontaciones entre grandes potencias en la región y abriría espacio para la acción colectiva en áreas como el cambio climático, el desarrollo económico y la migración.
Además, a medida que el orden global se vuelve cada vez más multipolar, un Medio Oriente westfaliano —anclado en el reconocimiento mutuo y la diplomacia pragmática— podría contribuir al equilibrio internacional más amplio. En lugar de ser un teatro de confrontación entre potencias globales, la región podría convertirse en un modelo de gestión de la diversidad a través de la soberanía y el diálogo.
En conclusión, la aplicación de los principios westfalianos al Medio Oriente no es una aspiración ingenua ni utópica. Más bien, refleja una comprensión pragmática de que la paz y la estabilidad requieren un compromiso compartido con la soberanía, el equilibrio y la no injerencia. El papel emergente de Arabia Saudita como mediador diplomático y coordinador regional la convierte en un actor idóneo para liderar esta transformación.
Al fomentar un orden regional basado en el respeto a las fronteras estatales y el reconocimiento mutuo, el Medio Oriente podría transitar de una zona de crisis perpetua a una de coexistencia gestionada. Al hacerlo, no solo aseguraría su propio futuro, sino que también reforzaría los cimientos de un orden mundial más estable y pacífico.
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El establecimiento de un nuevo orden mundial equilibrado, que sea garante de la paz, debe necesariamente transitar por la cooperación entre las potencias que sustentan dicho equilibrio. En este caso, hablamos de China y Estados Unidos. Alcanzar la paz en el Medio Oriente —en el conflicto israelí-palestino, en la reducción de la amenaza nuclear iraní— mediante el anclaje en una potencia regional que actúe como interlocutora válida para ambas partes, como Arabia Saudita, constituiría un logro fundamental en la búsqueda de la paz global.
Sin embargo, ello debe ir acompañado del fortalecimiento —o la creación— de una estructura supranacional en la que China se sienta plenamente integrada, que garantice dicho equilibrio y opere como un mecanismo sancionador efectivo frente a posibles excesos. Solo así se evitará que una o varias potencias asuman unilateralmente el papel que el presidente Theodore Roosevelt describió al justificar la acción exterior de su país cuando percibía amenazas a sus intereses: el de convertirse en policías del mundo.
Sin paz en Medio Oriente no puede haber un orden mundial que funcione como garante de la paz, ya que, en la actualidad, esa región representa un desorden global.