Sin conciencia humanista y generalizada sobre el sacrificio necesario de todos, y la disposición para servir, es muy difícil que se pueda establecer un grupo o comunidad participativa. Porque cuando la conciencia de participación no existe o es muy pobre, las personas se inclinan más hacia los derechos que a los deberes.
En tal sentido, no es de sorprender que en cualquier comunidad humana, sea un barrio, el trabajo, la escuela o en cualquier parte, haya más personas dispuestas a mandar que a obedecer. A encargar a otros los oficios o tareas y sacrificios.
El ser humano es mucho más, en la medida en que se abre a dar y a recibir de los demás. A apoyar todas aquellas iniciativas o proyectos propios o ajenos que tienden a procurar el bien común, la defensa de los derechos de los demás y a la toma de responsabilidades.
Pero la conciencia de responsabilidad tiene que manifestarse tanto frente a las personas individuales como a las instituciones o entidades que la propia comunidad ha creado. Tiene que haber conciencia colectiva de responsabilidad.
La verdadera participación exige respeto práctico a las reglas de juego. La observancia de las leyes y el empeño de que todos cumplan con ellas para beneficio de todos. Las indiferencias manifiestan frente a las infracciones a dichas normas de convivencia, son una de las causas de acentuación del egoísmo, que no es otra cosa, que falta de conciencia de participación.
La participación tiene y debe ser antes que nada humana. No se actúa en la sociedad de forma mecánica. Actuar así es pretender convertir los hombres en robots. Solo en la medida en que cada miembro de la comunidad sea consciente de sus deberes y derechos, habrá posibilidad de transformar un grupo individualista, en una comunidad humana progresista.
Entendiendo el progreso por etapas. No dejar las cosas a medias. Tener claro y definido cada proyecto.
El ser humano, dentro de su escala de valores: tener, poder y ser, encuentra su más amplio terreno de satisfacción en la participación. Porque más allá de su propia familia, existe el barrio, el paraje, la ciudad, la nación, recogiendo sus experiencias y costumbres, se vuelca hacia una actividad de extraordinaria trascendencia.
La convivencia con sus vecinos, con sus conciudadanos o su gente del pueblo, lo lleva a proyectar su triple vocación de tener, de dominar y de ser. Pero en este caso, la acentuación del último aspecto es fundamental para que pueda realizarse la auténtica participación.
Pero el ser humano, aparte de su espíritu liberal, solidario, abierto y servicial, también está cargado de instintos individualistas y de ciertas actitudes de cerrazón intelectual y sentimental, que a veces lo hacen irracional.
Es preciso por tanto, tener en cuenta estos aspectos contradictorios, cuando se trata de construir una sociedad o comunidad humanista y participativa. Contar con las deficiencias, deserciones y otras tantas actitudes que se cruzan en los caminos. Sólo la aceptación de esas complejidades humanas permitirá construir una sociedad de participación integral. Lo cual es una responsabilidad de todos.